viernes, 23 de abril de 2010

Protesta en el Día del Libro



Como hoy es el Día del Libro y éste es un blog de viajes, aprovecharé para comentar lo insólito que resulta -en un país en el que se editan miles y miles de títulos al año- que esté descatalogado uno de los mejores libros de viajes escritos en español en el último siglo. Creo que no exagero al afirmar cosa semejante sobre El camino más corto, de Manuel Leguineche, y estoy seguro que los que lo han leído estarán de acuerdo conmigo. Los que lo han leído hace años, porque la última edición que aparece en el listado del ISBN es de 1996. Esta página lo califica como “disponible”, pero hace años que yo no lo veo en las librerías.
El camino más corto es el relato de un viaje alrededor del mundo de varios años de duración que comienza cuando un veinteañero Leguineche se une a una expedición de tres norteamericanos y un suizo para batir el récord mundial de distancia recorrida en coche sin repeticiones. En la tercera página ya sabemos que esto del récord es una simple excusa para salir a la carretera, y el viaje se convierte en una asombrosa serie de peripecias por el norte de África y toda Asia: hay guerras, travesías de desiertos y fronteras, entrevistas a personajes del momento y de la historia, tormentas, estancias en cárceles, comercio de píldoras de vitaminas, etc., etc.
Pero, sobre todo, está la emoción de vivir el mundo y la vida en la carretera. Todo el libro es un extraordinario canto a la libertad, lo que lo convierte en un gran libro, a secas, más allá de géneros y etiquetas.
Yo tuve la suerte de leerlo con 19 años, y creo que es uno de esos libros que me complicó la vida, junto a los de Michel Peissel, de los que ya hablé en otra ocasión.
Pero hoy no podemos regalarlo. Es una pena que sea difícil de encontrar y, por tanto, de leer.
P.D. El título hace referencia a una reflexión de Hermann Keyserling: “El camino más corto para encontrarse uno a sí mismo da la vuelta al mundo.

Actualización en abril de 2014. Me acaban de informar que se prepara una nueva edición de El camino más corto, así como de Sobre el volcán, el libro de Leguineche sobre Centroamérica, que para algunos es su mejor libro de viajes. Una buena noticia para todos los amantes de la literatura de viajes.
 

3 comentarios:

  1. Una injusticia, Ángel. Espero encontrarme algún día con un ejemplar de El camino más corto.

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  2. Yo lo tengo y ocupa un lugar destacado en mi biblioteca viajera.

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  3. Por primera (y puede que última) vez voy a escribir en un blog. Es un blog de un buen amigo y lo mejor que puedo hacer por él es hablar mal de alguien de quien todo el mundo (incluidos los lituanos, los papúa–guineanos e incluso los pobladores de las Laquedivas, o sea, los laquedivanos, laquedivenses o laquediveños, según distintas grafías) hable bien. Después de un estudio minucioso, he encontrado el personaje perfecto para armar revuelo. Es decir, Manu Leguineche.
    Manu ha sido mi maestro. Uno de mis maestros. Otro, Jesús Picatoste. Otro más, Ángel González. Otro más, Juan Villarín. Y aún me quedan Manolo Vidal, Manolo Velasco y muchos otros Manolos. El caso es que Manu no es Manolo, es simplemente Manu. Y pretendo hablar pestes de él. O sea, que prepárense.
    Ahora, cuando todo son homenajes y medallas y palabras de admiración, suelen decir de él que nunca lo han visto enfadado. Bueno, lo dicen los que no lo conocen. La mayor parte de ustedes no ha jugado al mus con él (yo lo hacía en su casa madrileña de la calle Vallermoso). Y digo con él, no contra él. O sea, no han jugado como compañero, porque con el enemigo solía comportarse como se comporta cualquier musolari, es decir, mal. Pero con el compañero no es que se portara mal, es que cualquier pérdida de piedra o amarraco era como cuchillo volando hacia quien se sentaba frente a él y no a los lados.
    También son legión quienes le declaran su maestro. Nunca Manu ha enseñado nada a nadie. Ni lo ha pretendido. Más bien lo contrario. Él siempre ha ido a su bola y sólo los verdaderos amigos (y no todos) han gozado con sus enseñanzas y desenseñanzas. Los demás (entre los que me incluyo) hemos tenido que comprar sus libros (a veces, incluso leerlos), ojear una y otra vez sus artículos para aprenderlos de memoria, copiar descaradamente alguno de sus hallazgos prosaicos e incluso robarle algún objeto (su gorro viajero, por ejemplo) con el fin de que algo de él impregnara nuestra escritura. Sólo entonces uno puede decir que Manu es su maestro.
    Y entonces, cada vez que diga Manu es mi maestro, sentirá en el cogote el desdén que Manu muestra por quienes (como yo) lo halagan diciendo tonterías como ésta.
    Saquemos más suciedad, más trapos sucios de su abultada vida profesional. Sus enemigos lo han acusado (con razón) de que sus mejores crónicas desde primera línea de fuego estaban hechas sin salir del hotel. Pues claro, la habitación del hotel Palestina de Bagdag puede ser primera línea de fuego (y si no, que se lo pregunten a José Couso si es que pueden). Manu y yo teníamos un amigo común que era corresponsal en Oriente Próximo de una célebre revista. Pasaba por ser el mejor en su profesión: hablaba ocho idiomas, había sido obispo en Jerusalén y colgó su morado solideo para casarse con una guapa chica. La tarea como corresponsal la ejercía desde su piso de Málaga, ciudad donde tenía una escuela de idiomas que le daba el alimento a él y a su ferviente esposa (para más información, preguntar al que durante años fue mi mejor doble, Pepe Román Orozco, otro de los que conformaron en Periodismo la generación bastarda, responsable del mejor periodismo de francotirador que hubo a finales de siglo).
    No es que Manu haya sido un buen bastardo (como yo lo he sido), sino que ha tenido rasgos especiales de francotirador. Un hijo de puta que se esconde donde nadie lo ve, asoma la nariz, dispara y siempre da en el blanco. ¡Qué gusto debe de dar acertar siempre! Yo aún no lo he conseguido. Pero lo intento.
    Sigo intentando ser tú, querido Manu.

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