martes, 19 de junio de 2012

Chiloé, la tierra de Francisco Coloane

Quemchi, Isla Grande de Chiloé, Chile. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

 Llovió toda la noche. Llovió sin parar, con una insistencia como pocas veces he podido ver, llovió como sólo he visto muy lejos de casa.
Llovió sin parar en mi primera noche en ChiloéLa lluvia y el viento golpeaban la ventana de mi habitación, en un palafito de Castro. Parecía que se rompía el cielo.
Estaba advertido. Darwin pasó por Chiloé y dejó caer uno de sus comentarios: “En invierno el clima es detestable, y en verano sólo un poco mejor”. Coloane, que era chilote, inicia Los pasos del hombre —su libro de memorias— hablando de la lluvia. Sabría de qué hablaba al escribir “a veces por cuarenta noches y cuarenta días arrecian los diluvios”. También recoge la mejor descripción de una tormenta de rayos y truenos: “El Diablo está peleando con su mujer”.

Quemchi, Isla Grande de Chiloé, Chile. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Fui a Chiloé por muchas razones, y una era para encontrarme con la tierra natal de Francisco Coloane. Coloane fue el escritor de los espacios abiertos, de la aventura en los confines del mundo, de la vida al filo de la muerte de los cazadores de focas, del terror de los náufragos, del destino incierto de los polizones. Es lo más parecido que tenemos a Jack London en español.

Quemchi, Isla Grande de Chiloé, Chile. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Por la mañana llovía suavemente y aproveché para ir a Quemchi, el puerto donde nació Coloane. Encontré un pequeño monumento (no muy vistoso) en su memoria y aproveché para leer unas líneas de Los pasos del hombre. Después me acerqué al muelle. Unos barcos acababan de atracar y los pescadores se preparaban para vender lo que habían arrancado al mar. Había un par de coches, pero no les presté atención.
Un rato después se me acercó alguien. Me hizo la pregunta a bocajarro.
—¿Vio sacar al muerto?
No, no lo había visto. Los coches junto a los que había pasado eran los del juzgado. Acababan de llevarse el cuerpo.
El hombre me contó que, la noche pasada, la tormenta había pillado desprevenido a un pescador en su barquita. A pesar de su experiencia no había podido soportar el temporal. Se acabó. Pocas horas antes lo habían encontrado flotando a poca distancia del puerto. Casi había conseguido salvarse.
El temporal, el maldito temporal, el que había sentido desde la seguridad y el calor de la habitación del hotel de Castro, tan cómodo y ajeno a la realidad que se vivía en ese momento ahí afuera.

Quemchi, Isla Grande de Chiloé, Chile. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Pocas veces he sentido que la literatura de verdad es la que habla de la vida y la muerte, de la verdad que hay en esas dos caras de la moneda, de la verdad que hay en el canto que separa esas dos caras de la moneda.
De vez en cuando cojo un libro de Coloane y leo unas páginas al azar. Lo recuerdo ahora porque nació un 19 de junio. Qué buen día para nacer. Qué buenos los que nacen ese día.

viernes, 15 de junio de 2012

En busca del fruto del árbol del pan

Fruto del árbol del pan. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Hace poco hablaba de la Pointe Vénus de Tahiti, donde habían recalado algunos de los primeros marinos europeos que llegaron a estas islas de los Mares del Sur, como Wallis y Cook. Pero se me olvidó mencionar a otro de los más famosos: Wiliam Bligh.
Con el capitán Cook, en su primer viaje, viajaba Joseph Banks, uno de los naturalistas más importantes de su época, que acabó siendo presidente de la Royal Society. Desde este cargo, Banks controló durante cuatro décadas muchos aspectos de la ciencia británica y fue el impulsor de numerosas expediciones científicas. Fue él el que envió a Bligh a Tahiti, adonde llegó en 1789.

martes, 12 de junio de 2012

Reunión, la isla de Roland Garros y El hombre que camina

Isla Reunión. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

El mes pasado dejé sin resolver una pregunta que planteaba al final del post sobre El hombre que camina: ¿dónde había tomado las fotos de las señales de tráfico?
Observando las fotografías —y dando por supuesto que no había fotos-trampa— se podían obtener los siguientes datos:
-es un lugar tropical (palmeras).
-es un lugar al borde del mar.
-es un lugar con una fuerte presencia hindú (probablemente de tamiles, por lo vistoso del templo).
-afinando mucho se podía afirmar que es un lugar volcánico (la foto de las piedras).

Isla Reunión. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
No creo que haya muchos muchos lugares que cumplan todos los requisitos. Pero además hay otro detalle que había que tomar en cuenta y que estrechaba muchísimo cualquier listado de países: la propia existencia de las señales de tráfico. De tantas señales y relativamente bien conservadas.
Es lo que tiene la isla francesa de Reunión: es un lugar volcánico y tropical, con una parte importante de la población de religión hindú. Al ser una isla, tiene costa, evidentemente. Y, al ser un departamento francés, tiene un sistema de señalización de carreteras como en pocos otros lugares situados en el trópico. Lamentablemente muchos países situados en latitudes cálidas son países subdesarrollados o emergentes (es decir, bastante pobres) y forman parte del llamado Tercer Mundo. Que, entre otras cosas, no dedican mucho dinero a las señales de tráfico.

Isla Reunión. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Reunión es un departamento francés como cualquier otro, a pesar de estar situado en el océano Índico, frente a Madagascar. Es una región ultraperiférica de Europa, exactamente lo mismo que las islas Canarias. Y forma parte de la Eurozona. Qué grande y sorprendente es la Unión Europea.
Aprovecho estas fechas para recordar que el aeropuerto internacional de Reunión tiene el nombre de Roland Garros ), que no fue tenista profesional (sólo aficionado), sino un as de la aviación, muy activo durante la I Guerra Mundial.

Isla Reunión. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Estos días en que tanto se ha hablado del torneo de tenis, ¿sabías que Roland Garros no era tenista, sino un aviador francés, que había nacido en un departamento francés que está frente a Madagascar, en el que hay una importante proporción de población originaria de la India?
Qué pequeña y sorprendente es la isla Reunión.

martes, 5 de junio de 2012

El capitán Cook y el tránsito de Venus

Faro en Pointe Vénus, Tahiti. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Justo en el extremo norte de la isla de Tahiti hay un pequeño saliente, una diminuta península llamada Pointe Vénus, la Punta de Venus. Sería tentador pensar que el nombre hace referencia a la diosa del amor.
No en vano los primeros navegantes europeos que llegaron a esta isla —bajo el mando de Wallis, Bougainville y Cook, siempre después de larguísimas travesías sin tocar tierra y sin tener ningún encuentro con población alguna— gozaron de una cálida acogida por parte de las nativas. Supongo que fue una de las razones para que el imaginario europeo localizara en estas latitudes el Paraíso.
Pero no. La Punta de Venus debe su nombre al planeta y al paso del famoso capitán Cook por esta isla por una razón científica.
James Cook es el gran explorador del Pacífico. Sus tres viajes alrededor del mundo entre 1768 y 1779 le han garantizado un puesto de honor en cualquier historia de los descubrimientos.
Pero James Cook no era un turista ocioso. En todas sus expediciones había una serie de objetivos científicos que cumplir. En su primer viaje tenía al menos dos: uno es de apariencia magnífica y otro que podría parecer ridículo en comparación. El primero era nada más y nada menos que descubrir la legendaria Terra Australis Ignota. El segundo era realizar una observación astronómica, el tránsito de Venus, que muchos otros científicos llevarían a la vez en otros lugares de la Tierra.
Fracasó en ambos proyectos.
Normalmente pensamos que las observaciones astronómicas se realizan de noche, o que tienen que ver con aparatosos fenómenos como eclipses totales de Sol. En este sentido estudiar el tránsito de Venus es aparentemente un detalle menor: consiste en observar el paso del planeta por delante del Sol, algo que sólo ocurre cuando nuestra estrella y su segundo y tercer planeta se alinean, algo que no ocurre muy a menudo.
La primera persona que observó el tránsito de Venus por delante del Sol fue un inglés llamado Jeremiah Horrox en 1639, y lo hizo porque así lo predecían las leyes de Kepler. Muchos años después Edmund Halley se dio cuenta de la importancia de este fenómeno y desarrolló una idea genial: si el tránsito era estudiado desde diferentes latitudes, los observadores obtendrían distintos resultados. Un estudio de estos datos permitiría averiguar, por paralaje y no sé qué cálculos más, las distancias entre el Sol, Venus y la Tierra.
No es ninguna tontería. Para los humanos, la distancia entre la Tierra y el Sol es la unidad astronómica, la que permite calcular las dimensiones del Sistema Solar y del Universo.
Todo ello es posible estudiando un fenómeno astronómico que dura unas pocas horas y que la absoluta inmensa mayoría de la humanidad nunca ha observado. Y ni siquiera ha sabido de su existencia. El capitán Cook y los científicos que le acompañaban —entre los que se encontraba Joseph Banks— participaron en la observación del tránsito de Venus del 3 de junio de 1769. Consiguieron llevarla a cabo pero sus observaciones no fueron todo lo precisas que se deseaba y al final no sirvieron de mucho. Pero hay que celebrar el inquieto espíritu científico que nos hace a los humanos intentar descifrar el mundo. A algunos. Ya sabemos que la mayoría “se contenta con vivir esta gran vida... y deja a los demás el cuidado de buscarle explicación”.
Hace casi dos siglos y medio, el capitán Cook viajó durante meses hasta el otro extremo del mundo para observar durante unas pocas horas un fenómeno tan raro como poco espectacular. Hoy, día 5 de junio y mañana día 6 de junio de 2012 (según el huso horario del observador), y tal como predicen las leyes de Kepler y Newton, este fenómeno se vuelve a producir. No volverá a repetirse hasta el 10 de diciembre de 2117.
James Cook viajó a Tahiti para realizar esa observación porque era un lugar que ofrecía buenas condiciones (el fenómeno no es visible desde todos los lugares de la Tierra), igual que en el día de hoy. Por ello, en la isla, y en recuerdo de la expedición del famoso navegante, se han previsto varias actividades alrededor de este fenómeno. 

lunes, 4 de junio de 2012

Château de Candé, escenario de la boda del siglo

Château de Candé. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
El tramo central del Valle del Loira, con sus castillos, mansiones, ciudades y pueblos históricos y, sobre todo, un paisaje cultural definido por el hombre desde hace siglos, es uno de los grandes destinos viajeros de Francia. Lo que es mucho decir. Es tal el poso de arte, historia, leyenda, gastronomía, arquitectura y formas tradicionales de vida —del art de vivre— aposentado en este lugar que es una delicia ir a descubrirlo y, sobre todo, volver a sorprenderse de lo mucho que se pasó por alto en en viaje anterior.


Château de Candé. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Me han hecho falta cuatro viajes a la zona para encontrar la ocasión de visitar el château de Candé. A primera vista es sólo uno más de las decenas y decenas de châteaux de la zona. Una vez más habrá que recordar que no se puede traducir simplemente château por castillo. El château no tiene la adustez ni el carácter estrictamente militar del castillo castellano. En cambio, tiene mucho de mansión, de palacio, de lugar de disfrute. En su origen muchos fueron fortalezas, pero con el tiempo todos fueron modificándose hasta convertirse en lujosas expresiones del art de vivre.

Château de Candé. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
El château de Candé —situado a unos 10 km. de Tours— es conocido fundamentalmente por ser el lugar en el que se celebró una de las bodas más sonadas de la historia: la del duque de Windsor (el que fuera rey Eduardo VIII) con Wallis Warfield Simpson en 1937. La historia es bien conocida y no viene a cuento repetirla aquí.

Château de Candé. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Sin embargo, hay dos detalles que quisiera comentar
El primero hace relación a la razón de elegir este château como escenario para la boda, más allá de que sus propietarios Charles y Fern Bedaux les invitaran.

Château de Candé. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Esta pareja muchimillonaria había adquirido la finca en 1927 y había llevado a cabo una gran tarea de modernización del edificio, que hasta entonces era una construcción neogótica, muy bonita pero muy incómoda para vivir. Los Bedaux hicieron instalar un completo sistema de fontanería, electricidad y calefacción central. Los ocho dormitorios disponían de cuarto de baño, y tenían un sistema que permitía llenar las bañeras en sólo un minuto, algo nunca visto en esa época. 

Château de Candé. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Incluso dispusieron del primer teléfono instalado en una residencia particular de Francia. También instalaron un gimnasio con los aparatos más modernos de la época, e incluso disponían de un campo de golf dentro del inmenso parque de 250 hectáreas que rodea la construcción. Es decir, que se casaron en este château porque era un lugar muy confortable.

Château de Candé. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Todo esto viene a cuento porque ahora una visita a Candé  permite sumergirse en un mundo sofisticado del primer tercio del siglo XX. A lo largo del Valle del Loira se visitan grandes palacios y castillos, que en general nos llevan a otros tiempos, con sus tapices, sus camas con dosel y sus armaduras. Esto es un viaje a un mundo con aromas del art déco, muy sofisticado y elegante. Una delicia.

Château de Candé. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
El segundo detalle a comentar es lo bien que lo hicieron los Bedaux al ceder su humilde morada para la ocasión. Fue un golpe publicitario de primera, que hizo que la atención mundial se centrara en ellos. La finca ahora es de propiedad pública, y tiene un flujo constante de visitantes atraídos por esa mítica boda, que nunca ha dejado de despertar el interés. 

Château de Candé. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Ahora estoy recordando que hasta The Rolling Stones tienen una canción en la que hablan de ellos. La promoción fue excelente y duradera. De hecho hoy, exactamente 75 años después de aquel 3 de junio de 1937, estamos recordando ese momento y hablando del château de Candé. 

viernes, 1 de junio de 2012

Parque de las Estatuas: monumentos comunistas en Budapest

Szoborpark, Budapest. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

A veces no es fácil llevarse bien con el pasado. Muchos países —y no miro hacia ningún lado— no son capaces de mirar con serenidad hacia su historia reciente. Haber pasado por una dictadura de, digamos, 40 años, es algo que deja huella, y no siempre honrosa.
¿Qué hacer, por ejemplo, con todos los monumentos generados por esa dictadura, estatuas, murales, conjuntos que ensalzan a personas, ideas o acontecimientos que antaño fueron celebrados y hoy resultan inaceptables?

Szoborpark, Budapest. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
En algunos lugares se han derribado y tirado a la basura. Lo que no se ve no existe y, mejor todavía, no ha existido nunca. Eso piensan algunos. Hacer desaparecer una estatua, por muy grande y pesada que sea, no es difícil. Hacer desaparecer otras cosas —formas de pensar, de actuar, de relacionarse, de hacer negocios, de no tener vergüenza— no es tan fácil.
En este sentido me parece interesante el modelo húngaro. Casi nadie quiere ver un monumento a Stalin, a Lenin o a Béla Kun enfrente de casa. Pero haciendo cascotes no desaparece la historia, así que poco después de la caída del régimen comunista —que duró 40 años— ya estaban pensando en que hacer con este legado.

Szoborpark, Budapest. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Así que optaron por hacer un gran museo de estatuas al aire libre, el Szoborpark, discretamente situado en las afueras de Budapest. Ni cerca ni lejos, fuera de la vista pero que lo pudiera ver quien quisiera.
El caso es que en este arte monumental propagandístico trabajaron artistas de muy buen nivel técnico. Imre Varga es tal vez el ejemplo paradigmático.

Szoborpark, Budapest. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
De alguna manera, una visita al parque de las estatuas comunistas es un viaje en el pasado. Cuando me acercaba a la entrada, la taquillera me vio y puso en marcha el sistema de megafonía: la Internacional empezó a sonar a todo volumen. La tienda de recuerdos era un homenaje a un tiempo ido. En algún momento pensé que el parque no era sólo un museo que recordaba un momento de la historia. Me pareció que se lo añoraba, aunque puede ser que todo ello fuera una confusión mía.

Szoborpark, Budapest. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Además de este parque húngaro, que yo sepa hay otros lugares similares en Rusia y Lituania.