lunes, 27 de febrero de 2012

El Cuarteto de Alejandría, de Lawrence Durrell

Reflejos en una ventana del hotel Cecil. Alejandría. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Aunque ahora no es tan leído como en los años 70 y 80—cuando se reeditaba continuamente—, El cuarteto de Alejandría es una de esas obras literarias que crea complicidad. Si ahora un desconocido te habla de esos personajes: Justine, Balthazar, Mountolive, Clea (los cuatro que dan nombre a los diferentes tomos que componen el Cuarteto) o, sobre todo, Pursewarden, Nessim, Melissa, Naruz, Pombal, Darley, Keats, Capodistria... sabes que estás con alguien con el que compartes algo. Y ese algo probablemente sea —más allá de un gusto literario— el sueño, la ilusión por una ciudad que ya no existe.
Hace ya mucho tiempo que Alejandría es una ciudad egipcia, puramente árabe. Pero durante un siglo —aproximadamente entre 1860 y 1960— fue una ciudad cosmopolita, libre, ajena al resto del continente, el símbolo de un Mediterráneo abierto, plural, mestizo, donde convivían todas las razas, religiones y orígenes. Lo más diferente posible al nacionalismo que recorre el mundo y, sobre todo, el Mediterráneo oriental. En este puerto había gentes de todas las nacionalidades. Era un pedazo de mundo cosido a la costa africana.
Para Larry Durrell, el autor del Cuarteto, Alejandría es, por eso mismo, la “capital de la memoria”. El recuerdo de una época cosmopolita que pervive más allá del nacionalismo que triunfó tras la crisis de Suez de 1956.
Evidentemente Durrell inventó todo lo que quiso y lo que pudo, a pesar de vivir allí durante años. También es cierto que se inspiró generosamente en Alejandría, historia y guía, el libro de E. M. Forster, y que por sus páginas, sobre todo en las de Justine, transita la sombra de Cavafis.

Obras de Cavafis en su casa-museo. Alejandría. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Fui a Alejandría con el libro de Forster en la maleta y los poemas de Cavafis en la memoria. Tal vez la obra de estos dos perdure más que la de Durrell, pero fue el Cuarteto el que me ayudó a conocerlos. Sabemos que Alejandría “a medias imaginada (y sin embargo absolutamente real) empieza y termina en nosotros, tiene sus raíces plantada en nuestra memoria” (Balthazar, traducción de Aurora Bernárdez). Que lo que cuenta no existe, y que probablemente nunca existió. Que Mnemjian, el babilonio, nunca tuvo una barbería en la esquina de Faud y Nebi Daniel (aunque tal vez éste sea el emplazamiento de la tumba de Alejandro). Pero siempre nos incitó a viajar a esta ciudad. Por eso quisimos alojarnos en el hotel Cecil y tomar café en Pastroudis. Y seguir los pasos del viejo poeta de la ciudad. Alejandría es, en palabras del propio Durrell, “una metáfora para las lágrimas”.

Pastelería tradicional. Alejandría. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
En 1966, Naguib Mahfuz escribió Miramar, y ya describe una Alejandría completamente diferente, más parecida a la actual. El sueño del Mediterráneo oriental abierto, cosmopolita y tolerante había terminado.
Hoy, 27 de febrero de 2012, se cumplen 100 años del nacimiento, en Jalandhar (India) de Lawrence Durell.

lunes, 20 de febrero de 2012

Socotra, la isla de los genios, de Jordi Esteva



Socotra, la isla de los genios, de Jordi Esteva, es uno de esos libros que nos hacen soñar y viajar mientras lo leemos. De esos con los que, de repente, te das cuenta que estás en casa, que no estás en esa isla perdida en el Índico porque —durante un rato— te has creído que estabas allí. Sí, de vez en cuando te crees que estás acompañando al autor, encontrándote con las gentes de la isla, acampando en lugares remotos, escuchando sus historias alrededor de una hoguera, caminando entre los árboles de la sangre de dragón, bañándote en pozas escondidas. Descubriendo un mundo perdido.
Se dice que Socotra es una isla misteriosa, lejana, de la que no se sabe nada. Lo que no es cierto, porque se sabe que es una isla que aparece y desaparece, en la que Gilgamesh encontró la planta de la inmortalidad, adonde la reina Hatchepsut enviaba sus naves para obtener mirra, donde Urano tenía su trono antes de ser castrado por su hijo Kronus, donde Zeus Trifilo construyó su propio templo. La isla bendita de Cástor y Pólux, la de los más sabios nigromantes del mundo entero, la del ave Roc.
Sí, ya sé que todo esto que digo son hechos difícilmente comprobables, pero qué importa. Lo que me importa es que es la isla sobre la que puse el dedo en el mapa una noche lejana —ebrio de sueños y aturdido por tantos mapas y ansias de viajar— y me dije que alguna vez iría allí. Conseguí hacerlo hace menos de dos años. Y ahora, leyendo el libro de Jordi Esteva, me encuentro que él tuvo la misma experiencia, la misma idea, el mismo sueño. El sueño, y cómo lo cumple, es lo que nos relata en este libro.
Jordi Esteva llega a Socotra y la recorre en coche, en lancha, en lo que sea. Pero sobre todo viaja a pie, adentrándose en las montañas. Acampa en valles profundos y en playas solitarias. En todos los lugares busca historias antiguas. En ese sentido realiza el viaje más básico que se puede emprender: a pie, durmiendo donde encuentra sitio, hablando con la gente, buscando historias, olvidándose del tiempo. Es, en realidad, el mejor viaje posible.
P.D. Ayer hablé con Jordi Esteva en la radio. La conversación se puede escuchar pinchando aquí. Empieza en el minuto 18'18''. Buen viaje.