viernes, 26 de marzo de 2010

México, en azul



He tenido la suerte de viajar a México en diferentes ocasiones. En todas ellas me he detenido en la capital, esa ciudad inagotable que siempre despierta mi interés, ya sea por un motivo o por otro. Sólo quiero recordar un pequeño detalle de mi última visita.
El caso es que quería pasar unas horas en la zona del Zócalo, la plaza principal, una de las más amplias del mundo, en la que se encuentra el Palacio Presidencial y la Catedral. Es el corazón de la historia, del poder político y eclesiástico desde la época virreinal. El que a pocos metros aparezcan los restos del Templo Mayor recuerda que también lo fue en época prehispánica.
En lugar de ir directamente en metro salí a un par de estaciones de distancia de mi destino. Es una costumbre que -si se tiene tiempo- favorece el descubrimiento y la sorpresa. Así salí a la calle y caminé por un barrio en el que nunca me había internado antes. No aparece en las guías por la sencilla razón de que no hay nada que visitar: sólo viviendas y comercios de barrio teóricamente sin gracia para los turistas.
Pero era día de mercado y había varias calles completamente tomadas por los puestos. Es una de las alegrías de los viajes el adentrarse en los mercados populares y observar la vida de todos los días. Allí se ofrece a los sentidos un concentrado de lo que tiene una sociedad viva: comida, ropa, música, enseres, conversaciones, miradas, roces. Vagué al azar por esas calles repletas de vida y después seguí con dirección al Zócalo.
Era media mañana y el momento de meter algo al estómago. En un momento encontré a una señora que preparaba tortillas en un puesto ambulante en la acera. Tenía un cubo con la masa preparada del que sacaba un puñado, lo amasaba, e incluso lo mezclaba con otros ingredientes antes de aplastarlo para darle la forma definitiva. La masa no era esa pasta amarillenta que siempre había visto en México, y parecía que la señora era una alfarera que estaba trabajando un barro de color insólito. Unos clientes esperaban las tortillas que se calentaban en la plancha.
Resultó que comían tortillas de maíz azul. Después de seis u ocho viajes a México nunca había prestado atención a esta variante de la comida fundamental del mexicano. Nunca se puede dar por conocido un lugar, mucho menos un país, sobre todo si es de la extensión, población, historia y complejidad de México.
Luego te pones a mirar y descubres que el maíz azul es uno más de la inmensa cantidad de especies de maíz que se dan en el mundo. Y que es mucho más saludable que los maíces amarillos o blancos. Un descubrimiento de la ciencia que interesará mucho a diabéticos y personas con sobrepeso.
Resulta que la comida más saludable la encontré en un puesto callejero. E ilegal. En un momento sonó la voz de alarma -llegaba la policía-, por lo que la señora y sus clientes recogimos el quiosco, lo metimos todo en un portal, disimulamos mirando al horizonte cuando pasaron los agentes, esperamos un par de minutos y sacamos todo de nuevo a la calle. Nunca olvidaré las tortillas azules con nopales ni con flor de calabacín.
Por su sabor y, también, por la emoción estética de la señora amasando. Una alfarera de tortillas en plena calle. Un descubrimiento menor, pero fue lo mejor del día.

miércoles, 24 de marzo de 2010

Con Michel Peissel



La Sociedad Geográfica Española (SGE) entregó ayer sus premios anuales en una gala en la que estuvieron presentes todos los premiados. Estos son personas o instituciones que han colaborado activamente en la ampliación y divulgación de los conocimientos geográficos o han participado en proyectos de investigación o exploración.
Algunos (probablemente todos, en mayor o menor medida) también habrán despertado en muchas personas ilusiones, sueños de aventura, ese gusanillo que te impide estar quieto, que te hace buscar algo que, casi siempre, está más allá del horizonte.
El premio internacional de este año ha sido concedido a Michel Peissel. Creo que es una de las personas que (más allá del círculo cercano) más me han influido en mi vida. Cuando tenía 17 años leí El mundo perdido de los mayas (de la editorial Juventud, traducción de Gloria Martinengo) y, de repente, se abrió ante mí no sólo el mundo de los mayas, sino un mundo entero lleno de aventuras, viajes, emociones y descubrimientos. ¡Viajes! ¡Aventuras!
En este libro, Peissel narra un viaje que había realizado con 21 años por la costa de Quintana Roo, en la península de Yucatán, entonces prácticamente inexplorada. Allí vivió mil aventuras, descubrió como si nada 14 lugares arqueológicos mayas, y lo contó en un libro (que devoré) con la justa dosis de humor. Creo que el humor es un compañero interesante de la perplejidad y el asombro ante el mundo.
Una de las cosas que me fascinaron de esta aventura es que la llevó a cabo sin grandes presupuestos y sin ningún apoyo por parte de nadie. Simplemente cogió el petate y tiró hacia delante. Así que era posible -pensé- viajar sin necesidad de ser rico, que se podían vivir emocionantes aventuras con la única condición de coger el petate y tirar hacia delante.
De hecho, el verano siguiente me fui (sin dar detalles precisos en casa) a Marruecos en auto-stop. Tardé tres días en llegar a Ceuta. Pero ésta es otra historia.
Poco después cayó en mis manos otro libro de Peissel: Mustang, reino prohibido en el Himalaya (misma editorial y traductora que el anterior), y eso fue ya el acabose. En él cuenta su expedición a un remoto rincón de Nepal que hasta entonces había estado fuera del alcance de los extranjeros. Más aventuras, más viajes, más emociones, más descubrimientos. Más sueños. Otro empujón.
Había que ponerse en marcha y tirar hacia delante.
Ayer tuve la inmensa alegría de saludar a Michel Peissel y hablar un rato con él.

martes, 23 de marzo de 2010

En los Mares del Sur


¿Es posible considerar a un cementerio como un símbolo de vida? La respuesta es sí, no, y todo lo contrario, y probablemente dependa, entre otras cosas, de tu momento personal. Yo he visitado más de uno, y siempre lo he hecho como homenaje a la vida de la persona cuyos restos se encontraban allí. Cuando fui a Hiva Oa, una de las islas Marquesas, en medio del océano Pacífico, lo primero que hice fue acudir al cementerio de Atuona, la pequeña capital. Allí están, entre otras, las tumbas de Jacques Brel y Paul Gauguin. La del primero estaba casi oculta entre la vegetación. Unas gardenias habían caído sobre la del pintor.

lunes, 22 de marzo de 2010

EN ÁFRICA CON MIGUEL DELIBES (CON UN LIBRO SUYO).


Al escribir sobre las historias escritas por los isleños de las Blasket me he dado cuenta de que he contado algunas cosas que se han dicho últimamente sobre Miguel Delibes: una escritura sin artificio, un estilo directo y eficaz, el reflejo de un mundo que se acaba, etc.

Hace unos tres años, la revista GEO me pidió que hiciera un reportaje sobre Valladolid. Me dieron carta blanca, podía plantear el reportaje como quisiera. Inmediatamente pensé en Delibes y en su novela El hereje. Pero no quería hacer una guía del tipo “aquí pasa esto, allá vive tal personaje”.

Para no hacerlo muy largo copio la primera parte del texto que se publicó:

“Hace unos meses, al preparar un viaje por África Occidental, metí en la mochila El hereje, la novela de Miguel Delibes ambientada en Valladolid. La escogí sin pensarlo mucho entre las que tenía por casa, esas que esperan el momento que casi nunca llega de hincarle el diente a un libro de 500 páginas. A primera vista fue una de esas elecciones en las que hay mucho de azar y en cualquier caso en las que participa más el inconsciente que la voluntad.

Pero al cabo de varias semanas de vagabundeo me di cuenta de que había habido un factor decisivo en esa atracción del último minuto: necesitaba llevar conmigo -en un largo viaje por países de cultura y tradiciones completamente extraños - algo que me uniera a mí mismo. Ese nexo era la prosa limpia y precisa de Delibes. También, ese mundo profundo de las relaciones humanas que dibuja con las palabras y sobre el que no pasa el tiempo ni se dibujan fronteras.

Durante esas semanas de viaje, por el día me sumergía en el bullicio de la vida diaria de estos países, entraba en los mercados y tomaba transportes colectivos que amenazaban con descuajaringarse en cualquier momento. Así llegué a parques nacionales en los que se puede caminar junto a elefantes salvajes, visité algunas de las construcciones de adobe más fantásticas creadas por el ser humano y recorrí la costa en busca de los recuerdos de los primeros asentamientos europeos en el África subsahariana.

Luego, por las noches, entraba en esa ciudad castellana que Delibes describe con mano maestra: recorría la plaza del Mercado, la Corredera de San Pablo, las calles Mantería y Santiago, o la judería, siguiendo siempre los pasos de Cipriano Salcedo y los demás personajes de la novela. Trataba de imaginarme cómo sería el Valladolid de hace 450 años partiendo de cero, porque -caí en la cuenta de repente- nunca se me había ocurrido visitar la capital de Castilla y León.

Así alternaba entre dos realidades: la actual de unos países lejanos de los que ignoraba casi todo, y la remota de un periodo histórico de la que dominaba algunas claves. Es un curioso ejercicio combinar la observación de la vida cotidiana de los hombres y mujeres con los que me cruzaba -con deseos que podría entender perfectamente pero que viven una cultura distinta y que hablan entre ellos en lenguas que nos resultan absolutamente incomprensibles- con el estudio de una cultura de hace cuatro o cinco siglos, explicada en mi idioma. Dos mundos que en realidad me son ajenos aunque comparto con ambos algunos elementos. El que terminara de leer la novela justo en el vuelo de regreso me hizo pensar que el viaje no había terminado, que algún día debería seguir los pasos de Cipriano Salcedo, el hereje".

La foto está tomada en el palacio de Santa Cruz de Valladolid.

SOBRE IRLANDA


La semana pasada, debido sin duda a un error informático, recibí una invitación para celebrar la festividad de san Patricio, patrón de Irlanda, en la residencia del señor embajador en Madrid. La comida resultó excelente y la acogida, por parte de los anfitriones, muy calurosa. Allí, además de saludar a algunos colegas y sin embargo amigos, tuve ocasión de conocer a dos escritores nacidos en Dublín: Ian Gibson y Denis Rafter.

Esto no es una crónica social, sino una sutil maniobra que me ha llevado a relacionar dos temas que me interesan: Irlanda y la literatura.

Es bien sabido que este país ha ofrecido, en el siglo XX, una de las mayores y mejores densidades de escritores por metro cuadrado de Europa: Joyce, Beckett, Shaw, Yeats, Heaney, etc., etc.

Sin embargo...

Sin embargo, me pongo a pensar, y lo que más me ha gustado de la literatura irlandesa del siglo pasado (además de Dublineses de Joyce) es una colección de libros que compré en The islandman, un bar de Dingle.

Dingle es un pueblecito al fondo de una bahía, muy cerca del extremo de la península más occidental de Irlanda. Todavía puedes ir unos diez o doce kilómetros más por la costa hasta llegar hasta Slea Head, el final de todo. Casi el final. Allí, enfrente, se distingue la silueta de las islas Blasket. “La siguiente parroquia, América”, decían los emigrantes irlandeses cuando embarcaban hacia Estados Unidos y pasaban frente a estas islas. Allí estaba el último faro que verían en Europa.

Las Blasket son seis islas (realmente una y cinco islotes) donde durante unos siglos vivió una pequeña comunidad de pescadores en condiciones ciertamente precarias. Estas personas carecían de estudios y no habían hicieron otra cosa en su vida que trabajar duramente. Siempre a un paso de la hambruna y prácticamente incomunicados del mundo exterior varios meses al año por las malas condiciones de la mar. Pero perfectamente adaptados al medio a través de una cultura tradicional que resultó efectiva durante varias generaciones.

Allí no se hablaba una palabra de inglés. Sólo irlandés. Y probablemente el más puro, lo que hizo que varios antropólogos y lingüistas peregrinaran hasta las islas en las décadas de los años 20 y 30 del siglo pasado para estudiar su lengua y sus modos de vida.

Estos investigadores animaron a varios de los isleños a escribir sus recuerdos, sus experiencias, sus reflexiones. Sabían que estaban frente a un mundo que se acercaba a su extinción.

En sus libros cuentan sus vidas en las islas. Casi ninguno se había alejado nunca más que unas decenas de kilómetros de ellas. Es decir, que no sabían casi nada del mundo exterior. Y no querían convencer a nadie de nada. No sabían lo que es el estilo literario. Sólo pretendían preservar el recuerdo de una forma de vida que se extinguía. Uno de ellos lo dice claramente: “no habrá nadie más que lleve nuestra vida”.

Contaron esas vidas con una precisión y una claridad admirable. Han pasado los años y su recuerdo pervive con toda nitidez gracias a sus relatos. En el bar de Dingle vendían algunos de estos libros traducidos al inglés. Empecé a ojear uno y me compré todos los que tenían: Twenty years a-growing, An old woman's reflections, Peig y The islandman. Éste último debía de ser el favorito del dueño del bar.

SALUDOS



Hola a todos,

Hoy me embarco en esto de los blogs. Desde esta plataforma contaré cosas que me ocurran y se me ocurran. Como algunos no me conocéis y otros tampoco, y mis padres no entran en internet, me presentaré. Soy Ángel Martínez Bermejo. En 2010 se cumplen 30 años de la primera vez que cogí una mochila, una cámara, un cuaderno, unos pocos dólares y me fui de viaje. Tardé en regresar a casa el doble de lo calculado. Desde entonces he parado lo menos posible, a veces lo necesario para organizar las fotos, escribir algunas historias y venderlas al mejor postor. De eso he vivido hasta ahora. Así que (supongo) que aquí escribiré de viajes, de periodismo, de fotografía o de cualquier otro tema/persona/idea que se cruce delante de mí.

Lo poco que sé de periodismo lo he aprendido leyendo, viviendo y rozándome con los que saben más que yo. Uno de ellos (ya prejubilado) me dijo una vez: “cuenta algo de interés en cada párrafo”. Evidentemente no he cumplido siempre ese consejo, pero no lo he olvidado. Veremos si aquí lo consigo.

¡Que me embarco!