miércoles, 22 de diciembre de 2010

Borneo I: Mercado flotante de Banjarmasin


Todavía no ha aparecido el sol sobre el horizonte y el mercado flotante de Banjarmasin ya se encuentra en pleno funcionamiento. Las aguas del río Barito se llenan de barcas cargadas hasta los topes con mercancías variadas, sobre todo alimentos frescos, pero también de menaje y enseres, y las transacciones comerciales se desarrollan entre los pasajeros de distintas embarcaciones.

Hay grandes barcazas cargadas de frutas y verduras, recién llegadas después de un viaje de toda la noche desde algún punto del interior de Borneo, entre las que pululan las piraguas manejadas con mano diestra por mujeres tocadas con anchos sombreros de fibras trenzadas. Ellas compran a las barcazas las mercancías que luego revenderán a lo largo del día por los canales del río Martapura, que todavía son una de las principales vías de tráfico en la parte antigua de Banjarmasin.

También hay otras barcas que en realidad son pequeños bares en los que un hombre, en equilibrio inestable, prepara sin descanso humeantes vasos de café y té, que los parroquianos con prisas enfrían añadiendo un poco de agua del río.

Comienza un nuevo día en Banjarmasin, justo donde el Martapura, quebrado en mil canales, desemboca en el Barito. El mar de Java queda a poco más de 20 kilómetros de distancia, pero los canales, las aguas anchas del río y el puerto poblado de los majestuosos barcos de los bugis, los llamados "gitanos del mar", dan un aire marino a esta ciudad, la más importante del sur de Borneo.

Si se siguiera a alguna de las mujeres que han hecho una gran compra de fruta y verdura en el mercado flotante se la podría ver remando por los canales de Banjarmasin, vendiendo su mercancía de casa en casa.

Yo me quedo en mi canoa, pegada a la barca-cafetería, esperando a que se enfríe el té.

martes, 21 de diciembre de 2010

¡He ganado un premio!



Redoble de tambores. Trompeteos sonoros. Tengo el placer de comunicar que he ganado la primera edición del premio “¿Quién y dónde?organizado por Rafa Pérez, El Fotógrafo Viajero.

Cuando Rafa Pérez planteó el concurso en su blog la idea me pareció interesante y decidí participar: durante unos cuantos días El Fotógrafo Viajero ha ido proponiendo una serie de pistas que permitían descubrir a un personaje misterioso y, lo que es más misterioso todavía, en qué lugar dormía.

Tengo que reconocer que he ganado porque mi nombre ha salido en un sorteo entre todos los que habían acertado.

El personaje en cuestión era Antoine de Saint-Exupéry, y el lugar la habitación número 32 del hotel Le Grand Balcon de Toulouse, o Tolosa de Francia. Las pistas, además de una foto de esa habitación, eran fundamentalmente las etapas del Aéropostale, una línea aérea en la que Saint-Exupéry participó activamente. Mi olfato periodístico, mi habilidad innata para casi todo y el pequeño detalle de que conocía esa habitación -porque cuando estuve en Toulouse fui como una flecha a visitarla- me permitieron encontrar la solución.

Tiene algo que ver el hecho de que El Principito -la obra más conocida de Saint-Exupéry- sea probablemente el libro que he leído más veces en mi vida (ayuda el hecho de que no llega a cien páginas con la letra bien gorda y con bastantes dibujos). Incluso puedo decir que lo he leído en francés (Editions Gallimard, collection Folio Junior, “a partir de 8 ans”, dice en la contraportada).

De cualquier modo, este libro y este autor son referentes en mi vida desde hace muchos años.

Un pequeño ejemplo:

Hace pocas semanas estuve de safari fotográfico por Kenia y Tanzania en un viaje organizado por Ratpanat. En un momento señalé a una montaña que se recortaba sobre el horizonte.

-¿Cuál? -mi preguntó la persona que estaba a mi lado.

-Ésa que se parece a una boa que se ha comido a un elefante.

-¿¿**x##ñññ!!?? -me respondió.

-Sí, ésa que parece un sombrero.

-Ah, sí, es verdad, parece un sombrero.

Nota 1: Sí, a los adultos siempre hay que facilitarles las cosas.

Nota 2: Para quien no haya leído El Principito, la explicación de este diálogo está en las fotos. Las hago de la edición francesa porque un dibujo está en color, no por otra cosa.

Nota 3: También he leído otras obras de él, recuerdo especialmente Vuelo nocturno.

lunes, 20 de diciembre de 2010

Madrid desde el aire


La semana pasada fui a ver la exposición Asómate a Madrid, de fotografías aéreas de la Comunidad de Madrid realizadas por Ángel Fernández Rincón. Se ha inaugurado recientemente en la plaza de la Independencia, 6.

Hay algo especial, siempre, en las fotografías aéreas. Te enseñan un lugar desde un punto de vista que, lógicamente, está fuera del alcance de la mayoría. Y eso atrae, por definición.

En esta ocasión no estamos viendo paisajes lejanos, sino -en mi caso- lo más cercano posible. La ciudad en la que he nacido y las tierras que la rodean. Al ver la exposición estuve paseando por los lugares que mejor conozco del mundo: Madrid, Aranjuez, la sierra de Guadarrama, etc. ¿Y cuál es la gracia de ver fotos de lo que conoces? Pues que así lo conoces mucho mejor. Mucho mejor. Parece mentira, pero creo sinceramente que, veinte minutos después de entrar a ver la exposición, conocía mejor la tierra en la que he nacido y vivido desde entonces.

En esta exposición, en la que hay unas 40 fotografías de un trabajo más amplio, hay de todo: ciudades, pueblos, ríos, montañas, campos de cultivo, bosques, palacios, casitas, rascacielos, embalses, jardines, puentes, castillos, monasterios... Grandes ciudades, parajes desérticos y montañas nevadas. Y la cruz de Valle de los Caídos como nunca jamás la había visto (¡qué vértigo!).

De repente asumo que vivo en un lugar en el que se pasa en pocos kilómetros del paisaje alpino del Peñalara a las vegas feraces del Tajo o a zonas semidesérticas cerca del Jarama.

Hay fotos más o menos evidentes: el Palacio Real y la catedral de la Almudena, la Puerta de Alcalá, las torres que hay ahora en la antigua ciudad deportiva del Real Madrid.

Pero también hay imágenes realmente inesperadas, y éstas son las buenas. O al menos las que me interesan.

Un grupo de ciervos que huye de la presencia del helicóptero, y que recuerdan las imágenes que vemos de los parques africanos (sólo que a cuatro pasos de la Puerta del Sol). Campos de cultivo en los que un agricultor ha dibujado un rastro delirante (¿perseguiría a una mariposa con el tractor?).

La que más me gusta es la que muestra la visión de un momento fugaz: un paisaje helado. Un amanecer invernal, un frío que pela, unos campos en barbecho (sí, sí, ya sé que por lo descrito hasta ahora es lo menos agraciado posible para fotografiar, pero...). El Sol se cuela entre las nubes e ilumina el campo a salpicones. La escarcha que empieza a desaparecer. Diez minutos después de que se tomara esa foto esa imagen ya no existía.

Otro detalle: después de un año dedicado a la celebración del centenario de la Gran Vía, por fin veo una imagen nunca vista: una vista aérea en la que se juega con la luz y las sombras. ¿Por qué aparece esta foto ahora, cuando se acaba el año de la Gran Vía?

martes, 14 de diciembre de 2010

India: Vijayanagar, en Karnataka



A la caída de la tarde, desde la cima de la colina de Hemakuta, se divisaba un paisaje de otro tiempo. El río Tungabhadra, ancho y poderoso, corría entre palmeras y roquedales, desperdigados como en una lluvia de piedras propia del Apocalipsis. Aquí y allá, en este lugar sagrado desde hace cientos de generaciones, resistían al tiempo los restos de un gran imperio. El viento se había calmado y el sol se acercaba al horizonte.
Al caminar cerca de esta cresta descubría a cada paso unas extrañas figuras grabadas en el suelo, en la roca viva. Un hombre, vestido únicamente con un calzón blanco, subía a paso firme la cuesta llevando una bandeja rebosante de ofrendas camino del templo de Krisna. Al pasar me dejó una sonrisa. Todo lo demás era silencio sobre las ruinas de Vijayanagar.
Había llegado en busca de los restos de esta fabulosa “Ciudad de la Victoria”, en medio de un peregrinaje por el sur de la India, atraído por la descripción de Abdu’r Razzaq, un embajador persa que recorrió esta región a mediados del siglo XV. “En Vijayanagar los bazares son inmensos, y se venden rosas por doquier”, escribía, “esta gente no puede vivir sin rosas, y las consideran tan necesarias como la comida”.
Durante dos siglos, del XIV al XVI, esta ciudad fue la capital del reino más poderoso del Deccan, cuando controlaba el comercio de los caballos árabes y las especias indias que pasaban por sus puertos. Pero el lugar ha sido sagrado desde que lo recuerda la historia y la memoria. Incluso desde antes, en los tiempos míticos, cuando era Kishkinda, el reino de los monos. Aquí aparecía de nuevo Hanuman, el mono blanco, el personaje más apasionante del Ramayana, que me fascinaba desde el momento de llegar a la India.
Después del esplendor llegó de golpe, con la traición de sus generales, la decadencia. Los ejércitos enemigos arrasaron palacios, templos, vidas y sueños. Caminar ahora entre los restos de los monumentos reales es un ejercicio de asombro y penas. Los Baños de la Reina, los establos de elefantes, los lienzos de murallas que en otro tiempo protegieron esta capital, nos hablan de un mundo suntuoso y perdido. Hay que imaginar que desde lo alto de Mahanavamia-Dibba el rey contemplaba los desfiles y los festivales, los espectáculos de artes marciales y las peleas de elefantes.
Otro día asistí a las ceremonias del amanecer en el templo de Virupaksha. Luego cruzamos el bazar, salí de Hampi, la aldea que vive a la sombra de tanta historia, y seguí el río. Pasé por templos decorados con escenas eróticas y otros en los que sólo viven monos, y llegué a Vitthala. Este templo, la cumbre artística de Vijayanagar, está poblado de figuras míticas, cada columna es un león, un caballo encabritado, un monstruo terrible. En la soledad del templo, un hombre golpeaba suavemente unas columnas finas con el borde de la mano. Y la vibración del fuste sacaba unas tenues notas musicales que flotaban en el aire cálido de la mañana.
Nota 1. En el número de diciembre de la revista Viajar publico un reportaje sobre Karnataka y Goa con fotos de Ángel López Soto.
Nota 2. Para impedir su deterioro ya no se pueden golpear las columnas del templo de Vitthala.

viernes, 10 de diciembre de 2010

India: festival de elefantes en Kerala, II


Cayó la noche y empecé a sentir la vibración que asaltaba a los peregrinos que esperaban el momento más vistoso del festival de elefantes de Arattupuzha, el más importante en Kerala. Había una cierta intranquilidad, una emoción difícilmente contenida, como una descarga eléctrica que fuera golpeando, cada vez con más fuerza, a la masa de peregrinos. Era la sexta -y más importante- noche del festival y por fin la luna llena brillaba sobre el horizonte.
Los primeros elefantes empezaron a concentrarse en la puerta del templo. Todos iban enjaezados con gualdrapas doradas, y delante de ellos caminaban los portadores de antorchas y los músicos. Fue la procesión más lenta que he visto en mi vida: tardaron dos horas en recorrer los cincuenta metros que les faltaban para llegar al templo.
Arrastrado por la masa de fieles entré en el patio del templo. Había música, calor, fuego, incienso, luna llena, sarís brillantes, sudor, asombro y goce. La música era absorbente, embriagadora. Tenía ante mí toda la pompa y el boato que se puede esperar de Oriente, pero no en un palacio de mármol sino en un templo perdido entre arrozales y cocoteros.
Toda la noche fue un discurrir de peregrinos que realizaban ofrendas, de música que sonaba sobre los campos, de una mala cabezada sobre la hierba, de fiesta en los rincones oscuros en los que se servía alcohol. Y cuando empezaba a asomar tenuemente el suave crepúsculo que anunciaba la mañana, ya estaban alineados otra vez los sesenta y un elefantes adornados de oro y fuego, preparados para la última procesión, la que terminaría solamente con la llegada del día.
Sesenta y un elefantes, uno al lado del otro, caminando a la par con una lentitud pasmosa. Reconocí que éste es un mundo completamente diferente al mío. Aquí soy analfabeto y, perplejo, acepto que no me entero de nada. O de casi nada. Pero ese casi nada, ¡es tanto! Supone un descubrimiento tan grande, una emoción tan fuerte el asomarse a otro mundo que me parece flotar en la nada, absorto ante el misterio de unos rituales desconocidos, embriagado por esta fiesta de los sentidos.

jueves, 9 de diciembre de 2010

India: festival de elefantes en Kerala, I


Después de buscar un rato en internet encontré la fecha exacta en que los 101 dioses y diosas van a visitar a Sri Ayyappan, la deidad que preside el templo de Arattupuzha, que está medio perdido en el sur de la India. Toda la parafernalia que acompaña este acto de cortesía conforma el pooram más antiguo de Kerala, y uno de los más vistosos. Decidí acudir a la cita.
Desde Thrissur -la ciudad más cercana- recorrí en auto-ricksaw, por una carretera maltrecha, los pocos kilómetros que me separaban del templo. Había ristras de banderines que colgaban entre los árboles y seguramente anunciaban el festival de Arattupuzha. Luego nos desviamos por una pista de tierra bajo las palmeras, adelantando a los peregrinos. Había llegado.
El momento más importante del pooram, el festival de los elefantes, ocurre siempre durante la noche. Antes, a medida que transcurría el día, iban llegando decenas de miles de peregrinos, y se levantaban tenderetes de bisutería, flores y abanicos, de casetes, refrescos y cacahuetes, de anillos, globos y betel. Los adivinos y quirománticos se sentaban en la hierba con una pancarta a sus espaldas.
Uno de ellos me hizo señas para que me sentara junto a él, me tomó la mano y empezó a descifrarme los misterios de las líneas que dibujan un laberinto en mi palma, disipando con naturalidad las nieblas que oscurecen mi futuro.
Lamentablemente desvelaba mi porvenir en malayalam, el idioma de Kerala, y sentí cómo pasaba delante de mi la oportunidad de aprovecharme de sus avisos.

martes, 7 de diciembre de 2010

TANZANIA: SERENGETI, EN PELIGRO


Se dice que se aprecia, se ama y se defiende lo que se conoce. Y que ésta es una de las virtudes que puede tener el turismo y los viajes: conoces personas, lugares, entonces puedes apreciarlas -incluso amarlas- y, al sentirlas tuyas de alguna manera, defenderlas.

Después de pasar unos días en Serengeti, al volver a casa, me he encontrado con la pésima noticia de que el Gobierno tanzano ha aprobado el trazado de una carretera que atraviesa este Parque Nacional. Según parece quiere cumplir con una promesa electoral de 2005 de unir las ciudades de Arusha y Musoma. Hay propuestas de trazados alternativos, más al sur, pero el Gobierno no las tiene en consideración.

Todo indica que esta carretera tendría un gran impacto en la gran migración que todos los años realizan millones de animales en la zona. Y, como consecuencia, en todos los demás animales de este ecosistema. El turismo en la zona perdería uno de los grandes atractivos, y la economía del país se resentiría. En este documento hay algunos datos sobre la importancia del turismo en la economía de Tanzania.

Los ecologistas han puesto el grito en el cielo. De forma inmediata ha surgido en todo el mundo un clamor en contra de este proyecto. Save the Serengeti es una de las plataformas más activas; también tiene una página, Stop the Serengeti highway en Facebook.

La Unesco, que ha declarado al Parque Nacional de Serengeti Patrimonio Mundial, está seriamente preocupada por el tema.

National Geographic Magazine dedicó en noviembre su artículo de portada a las grandes migraciones de animales que hay en el mundo. Cualquier tema de los suyos se acompaña de presentaciones, encuentros, etc., que tienen mucha repercusión. Este mes se hace eco de la construcción de la carretera.

La belleza casi intacta de Serengeti es algo que habría que conservar. Y no sólo para poder ir a verlo algún día, sino por la propia importancia de las cosas.

lunes, 6 de diciembre de 2010

TANZANIA: NOCHES EN UN CAMPAMENTO EN SERENGETI


Hay una extraña sensación al recorrer las vastas extensiones de Serengeti y no ver a nadie (ningún humano, me refiero). Es uno de los parques nacionales más famosos -¿tal vez el más conocido?- del mundo, y cientos de visitantes entran en él cada día. Pero la gran mayoría se concentra en unas zonas muy concretas, a poca distancia de los lodges, quedando una gran parte de parque muy poco conocida por los turistas.

Hay una extraña -y muy agradable- sensación al recorrer el Parque Nacional Serengeti y no ver a nadie. Sentir cómo la tarde cae a tu alrededor, sentir el aire que te acaricia en la cara cuando te asomas por encima del techo abierto de Montse, el camión de Ratpanat. Si el camión se detiene y se apaga el ruido del motor, entonces sólo queda el rumor del aire. Miras para allá, y ves jirafas y cebras, miras para el otro lado y ves un par de elefantes, te das la vuelta y ves una manada de ñúes.

Me acuerdo de Bernhard Grzimek, el zoólogo que más contribuyó a proteger esta zona y lograr que se declarara Parque Nacional. Él definió a las planicies de Serengeti como “el último lugar del mundo en el que hoy es posible observar a millones de animales tal y como vivieron sus ancestros hace miles de años”.

Luego el camión vuelve a ponerse en marcha y sigues por una zona en la que, aparte de la pista por la que se circula, no hay asomo de presencia humana. El Sol se pone y no se distingue la luz de ningún lodge. ¿Hacia dónde vamos?

Vamos al campamento que Ratpanat ha montado en esta esquina aislada del Serengeti. Tiendas con cama y ducha. Buena cena. Gin tonics junto a la hoguera. Conversación animada junto a la hoguera. Conversación que se detiene a veces, cuando se oye un rugido: son los leones de los alrededores.

No hay cerca ni tapia alrededor del campamento.

Cuando termina la temporada, todo se desmonta y no queda apenas rastro.

Noches en la soledad de Serengeti.

miércoles, 1 de diciembre de 2010

TANZANIA: SERENGETI, SIN FOTOS

Aunque siempre pongo una foto, como mínimo, en cada entrada del blog, hoy no. Hoy no pongo fotos de esas leonas que vi acechando durante mucho tiempo a una familia de facóqueros y que, en un momento elegido por la hembra dominante, decidieron atacar. La escena final duró unos pocos segundos. Hubo una carga, los facóqueros detectaron el ataque, esquivaron a las leonas y salieron huyendo. Unas gacelas contemplaban la escena a pocos metros como si no fuera con ellas.

Tampoco voy a poner una foto del festín que se dio otra familia diferente de leones que cazó un búfalo y empezó a comer en cuanto recuperaron el resuello tras el esfuerzo. Las crías comían de las partes más blanditas, por la entrepierna, y a cada tirón que daban la pierna se movía como si el animal siguiera vivo. Eran cinco leones comiendo a la vez del búfalo, y tenían la cara ensangrentada: un festín salvaje. Vida y muerte, hambre saciada, felicidad para el vencedor. Hacía sol.

Y no pongo ninguna foto de estas escenas y de otras semejantes que viví en el Serengeti porque no las hice en esos momentos. Y no las hice porque preferí disfrutar del instante, observar por unos buenos prismáticos en lugar de obsesionarme en obtener unas imágenes que no serían excelentes. Tengo esas escenas grabadas aquí (toc, toc, golpecitos en la cabeza), y estoy contento. De vez en cuando hay que elegir, y yo lo hice.