domingo, 27 de febrero de 2011

Isla de Mozambique III


 Partida de m'pale. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Contemplada desde el continente, la isla semeja un barco varado, y su perfil es una hilera de construcciones bajas dominada por las copas de los cocoteros. Sólo destacan, en un extremo, los poderosos contrafuertes de la fortaleza de São Sebastião, una de las más imponentes de África.
Cuando los portugueses ocuparon la Ilha, en 1507, hicieron de ella primero la base en la que esperar los alisios que les llevaran a la India y más tarde la capital de sus territorios en el oriente africano. Un enclave estratégico que había que defender de potencias enemigas y con ese fin se levantó la ciudadela de São Sebastião con piedras duras traídas desde Lisboa como lastre de los navíos.
Sufrió innumerables ataques, pero nunca fue conquistada. En 1607 los holandeses llegaron a tomar la isla pero tuvieron que retirarse al no poder ganar sus defensas. Si lo hubieran conseguido, la historia de África meridional quizá hubiera sido diferente. Los holandeses debieron conformarse con instalarse en el cabo de Buena Esperanza: fundaron Ciudad de El Cabo y dieron origen allí a la nación afrikáner.
Sus murallas de 20 metros de altura siguen ofreciendo el mismo aspecto descrito por cronistas de siglos pasados. Se pueden traspasar sus portalones, vagar por dependencias vacías, penetrar en la oscuridad de los depósitos de agua -los únicos manantiales de agua dulce de la isla se encuentran dentro del fuerte-, recorrer los bastiones y asomarse a las garitas de vigilancia. Decenas de cañones continúan apuntando al horizonte.


Capilla de Nossa Senhora do Baluarte. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

A los pies de la fortaleza, con sus muros casi batidos por el mar, se esconde la capilla manuelina de Nossa Senhora do Baluarte, el edificio más antiguo que se conserva intacto construido por los europeos en el hemisferio sur.
Por la tarde, cuando el calor se rinde, se inician las conversaciones junto a los portales de las casas, los hombres vestidos de blanco, las mujeres de colores brillantes. Los pescadores aprovechan las últimas horas de luz para repasar sus redes y se forman corros para asistir a las partidas de m'pale, el juego tradicional. Hay llamadas del almuédano a la oración y pasos quedos que resuenan en el pavimento de “piedra y cal”, butres que recalan en la playa y mujeres que practican los bailes de tufo y chacate para algún festival.
Pasan los días, pero parece no pasar el tiempo en la Ilha.

sábado, 26 de febrero de 2011

Isla de Mozambique II


Ermita de São Antônio. Ilha de Moçambique. Foto: Ángel M. Bermejo (c)


Hoy la isla de Mozambique constituye una leyenda viva en el extremo septentrional del país. Es pequeña -no llega a tres kilómetros de punta a punta- y la ciudad la ocupa casi completamente.
En realidad, dos ciudades: la de “piedra y cal” y la de “macuti”, la de coral y la de caña. Dos mundos urbanos completamente diferentes separados por el ancho de una calle. Al norte se extiende la urbe de piedra, un conjunto de casas centenarias, una gloria arquitectónica mordida por el salitre y la fuerza de las raíces que transmite una profunda sensación de melancolía.
Hay recias mansiones coloniales, iglesias blancas que mezclan adornos barrocos, árabes e hindúes, soportales que protegen del sol tropical, terrazas abiertas a la brisa del océano, grandes almacenes de los comerciantes de antaño, veredas sombreadas por casuarinas e higueras bravas. Todo construido en el mismo estilo durante siglos, creando una armonía inigualable. Muchas edificaciones pasarían desapercibidas si se las trasladase a cualquier pueblo del Algarve portugués. Casi ninguna tiene menos de cien años. Ahora la ciudad de “piedra y cal” está casi deshabitada, como un espectro de su propia grandeza. Los poetas mozambiqueños le dedican “versos de sal y olvido”.


Pescadores en Ilha de Moçambique. Foto: Ángel M. Bermejo (c)


Se cruza una calle y aparece la ciudad de macuti, hecha de bambú y mangle. Aquí no hay antiguas casonas ni el más mínimo recuerdo de pasado esplendor. Parece cualquier aldea africana con casas de zarzo recubierto de argamasa y tejados de hojas de cocotero. Las puertas se abren al exterior, donde las mujeres tocadas con pañuelos de colores extienden sobre la arena pescado para secarlo al sol, muelen grano, conversan, cocinan y cuidan de los niños. Muchas cubren su rostro con una mascarilla blanca o amarilla, una pasta vegetal de tamotamo que les confiere un aspecto fantasmal. Aunque sea fácil imaginar que forma parte de un rito ancestral no es más que una crema de belleza.

viernes, 25 de febrero de 2011

Isla de Mozambique I


Fortaleza de São Sebastião. Foto: Ángel M. Bermejo (c)


Se levanta la brisa y los pescadores aprestan aparejos, izan velas y salen a la mar. Primero bordean las murallas de la vieja fortaleza y luego enfilan hacia el estrecho canal que separa su isla de la orilla continental, en busca de algún caladero donde echar las redes. Es el final de la estación seca, las aguas brillan con los colores luminosos del trópico y el aire huele a sal.
Sobre el horizonte se dibujan las siluetas de sus velas latinas, triángulos hinchados por el viento y la historia. Estos barcos son butres, el mismo tipo de navío que lleva dos milenios surcando el océano Índico. El navegante que inspiró los viajes de Simbad el Marino empleó barcos semejantes, porque han variado muy poco en los últimos siglos. Los grandes utilizaban la fuerza de los alisios para las largas travesías entre la costa oriental de África, Arabia y los lejanos puertos de la India e incluso China, y los más pequeños siguen ocupados en tareas simples de pesca de bajura y transporte a lo largo de un litoral en el que casi nunca hubo buenos caminos.
A los embarcaderos de la isla de Mozambique, a la que todos llaman simplemente Ilha (“Isla”), también llegan barcazas de remos desde la costa del continente, que se extiende a sólo tres kilómetros de distancia. Los remeros se animan con cantos acompasados que resuenan en el aire, y la escena tiene algo de antiguo, de otro tiempo. Aunque, en realidad, en la isla de Mozambique todo parece inmerso en el pasado, en la bruma de la historia. Hasta que se construyó en 1966 el puente que la une a tierra firme no transitó coche alguno por sus calles.
Por la Ilha pasó Vasco de Gama en 1498 en su primer viaje hacia la India y encontró un floreciente centro comercial y de construcción de barcos dominado por los árabes. En su muelle vio butres cargados con oro, joyas y especias, y con el tiempo esta isla escondida en el canal de Mozambique, frente a Madagascar, se convirtió en la base portuguesa de su ruta hacia los mercados de especias de Oriente. Se cuenta que a la llegada de Gama el jeque local era Mussa ben Mbiki y los lusos, confundidos, creyeron que así se llamaba la isla. Más tarde, la Ilha dio nombre a toda la colonia portuguesa de la que fue capital. Se construyeron iglesias, mezquitas y templos hindúes. En 1898 cedió el título a Lourenço Marques e inició su camino hacia el olvido.

miércoles, 23 de febrero de 2011

23-F: 30 años después

Hoy se cumplen 30 años del intento de golpe de Estado del 23 de febrero de 1981. Así que toca contar dónde estabas en ese momento, siempre que tengas edad para recordarlo. Y ganas de hacerlo, claro.
En esos lejanos tiempos yo me encontraba en la Universidad. Iba a clase por la mañana, y a dos compañeros -Kika y Manolo- y a mí se nos ocurrió apuntarnos a un curso de unas semanas por la tarde en el C.S.I.C. El curso lo daba Julio Caro Baroja, uno de los referentes de la antropología y la historia en esos tiempos y un intelectual muy respetado por todo el mundo.
Pero claro, las clases se daban en la sede del C.S.I.C. que se encuentra en la calle del Duque de Medinaceli. A 200 metros del edificio de Congreso de los Diputados.
El día 23 tocaba clase, así que estábamos tan tranquilos en las alturas de la ciencia, ajenos al mundo en una sala, cuando de repente se abrió la puerta y apareció un bedel muy nervioso. Sólo acertó a decir que teníamos que abandonar inmediatamente el edificio. Hay que tener en cuenta que en esa época había de todo menos tranquilidad (la intentona golpista es una muestra de todo ello) y había atentados terroristas cada pocos días.
Al salir vimos que el edificio estaba tomado por un grupo de guardias civiles uniformados y armados. Salí con mis amigos y, al pasar junto a uno de ellos, le preguntamos lo obvio: “¿Qué pasa?”
-¡Esta democracia!- respondió con un tono poco agradable.
-Pero -respondimos con inocencia y temor- ¿la democracia seguirá?
-¡Pues no sé, *ñ¡·#!- rezongó-. ¡Abandonen el edificio!
Salimos a la calle. No teníamos noticia de qué pasaba, así que vagamos sin rumbo por una ciudad desierta. Como no sabíamos qué pasaba tampoco temíamos nada en concreto. No soy consciente del momento en que nos enteramos de lo que estaba ocurriendo, instante en el que decidimos que lo mejor era desaparecer del mapa.
Siempre se ha hablado de los guardias civiles que entraron en el Congreso, pero no tanto de los que estaban en los alrededores. 

martes, 22 de febrero de 2011

El día en que Ronaldo jugó contra Ronaldo


Partido de fútbol en la playa de Belle Mare, Mauricio. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

La semana pasada se ha producido una noticia de alcance mundial: Ronaldo abandona el fútbol.
Resulta que vas de viaje por el mundo, por África, por América, por la isla más perdida del Pacífico, y te das cuenta de lo que verdaderamente une al mundo. ¿La filosofía? ¿El arte? ¿La ONU, quizás? No, lo único que trasciende fronteras, lo único que nos une como ciudadanos globales de un mundo global es, no hace falta decirlo, el fútbol.
Pero el fútbol auténtico, el de verdad, el que no encaja en las frases manidas de “once contra once”, porque la inmensa mayoría de los partidos de fútbol que se juegan en el mundo es de ocho contra ocho, o seis contra seis, o cuatro contra cinco, según. Luego está la capa de fútbol profesional, televisado en directo o en diferido, que es lo que unifica referentes.
Yo, como ciudadano global y moderno y, por tanto, cambiante, a lo largo de mi vida y según me preguntaban -en diferentes momentos y diferentes países-, he pasado por diferentes nacionalidades: he sido del país de Butragueño, del país de Raúl, del país de Puyol, del país de Torres. Ahora en mi pasaporte pone que soy del país de Iniesta. Lo que detecto es que en los últimos tiempos cambio de nacionalidad con mayor frecuencia que antes.
Hay una serie de nombres que sobrevuelan las fronteras y el tiempo, que permanecen en la memoria. En el mundo real, una de las condiciones de esta permanencia es la duración de las camisetas. Si tú eres un tailandés y tienes una camiseta que dice que Beckham es del Manchester United, pues Beckham juega en el Manchester United y no te das por enterado de que ha cambiado de equipo hace tres años. Ni de que ha dejado de jugar. La memoria de Beckham, por seguir con este ejemplo, durará en el mundo lo que duren las camisetas que llevan su nombre. A mejor calidad en la manufactura, recuerdo más duradero. Éste es otro aspecto del fútbol de verdad, no el de la tele.



Partido de fútbol en la playa de Belle Mare, Mauricio. Fotos: Ángel M. Bermejo (c)

Durante unos pocos años han coincidido en el Olimpo mundial dos dioses con el mismo nombre. En la playa Belle Mare de Mauricio, donde tomé estas fotos, jugaban los dos, encarnados en dos muchachos de la zona. Se distinguían entre sí fácilmente: el 9 era “Ronaldo el Viejo” y el 7 “Ronaldo el Joven”. No haré ningún comentario sobre el hecho de que un tipo que haya nacido en 1976 fuera, hace tres años, “el Viejo”. Uno de ellos ha dejado ya de vender camisetas.
Las fotos están hechas el 29 de junio de 2008, unas horas antes de que el equipo del país de Torres ganara la Eurocopa.


sábado, 19 de febrero de 2011

García-Alix, Auserón, fotografía y recuerdos



Yo creo que, si hubiera tenido un poco de dinero suelto en la cartera, en Arco habría comprado el retrato que le hizo Alberto García-Alix a Santiago Auserón en 1987. La foto tiene varios atractivos: es un documento, tiene un encuadre espectacular, es una copia única, vintage,  etc. En cualquier caso, me parece una gran foto. Además, para mí, y supongo que para muchos de mi generación, tiene la fuerza del recuerdo, la fuerza que trae de repente la memoria de otra época.
El arte, la creación, en este caso la fotografía, todo lleva su propio camino, y a veces toca resortes que hacen desplegar emociones. De todo lo que había en Arco, me quedo con esta foto.
Se puede ver, en pequeñito, en la foto que hice. Es la que está abajo, a la derecha.


viernes, 18 de febrero de 2011

Horacio Coppola, el fotógrafo clásico de Buenos Aires


Parece que para mí esta semana ha sido la de la fotografía clásica. Después de la exposición de André Kertész de la Fundación Carlos de Amberes, ayer fui a Arco, y descubrí unas fotos de dos fotógrafos: Horacio Coppola y Grete Stern en el stand de la galería Jorge Mara - La Ruche.
Horacio Coppola es el gran fotógrafo clásico de Buenos Aires. Clásico pero dentro de la modernidad. Creo que es el que ha generado esa imagen que tenemos de la capital argentina de los años 30-50 del siglo pasado, cuando era esa gran urbe, una de las más ricas del mundo.
Sus fotos me han recordado la película La señal, de Ricardo Darín, ambientada en 1952, en la que el personaje (un detective privado) hace fotos como parte de su trabajo.
En los últimos años ha habido un par de exposiciones en Madrid. Dos textos sobre ellas: uno y dos.
Aquí hay dos vídeos en los que aparecen imágenes de Horacio Coppola: uno y dos.

jueves, 17 de febrero de 2011

Kertész y la buena fotografía

Como postdata a la entrada de ayer, y respondiendo a una pregunta que dejó Frikosal en los comentarios, sugiero que pinchéis aquí y luego aquí
Y que comprobéis las fechas.

miércoles, 16 de febrero de 2011

Kertész y la excepcional fotografía húngara


Ayer se inauguró en la sala de exposiciones de la Fundación Carlos de Amberes de Madrid una exposición de fotografías del húngaro André Kertész, uno de los grandes.
La exposición está organizada con motivo de la presidencia húngara de la Unión Europea.
Kertész fue uno de los pioneros en el uso de las cámaras pequeñas (Leica, por supuesto), lo que le permitió innovar. Muchas de las cosas que hacen los fotógrafos actuales ya las hizo Kertész hace décadas. Ya lo dijo Henri Cartier-Bresson: “Inventemos lo que inventemos, Kertész fue el primero”.
Lo que quiero destacar ahora, aparte de la importancia de esta colección, es el número sorprendente alto de fotógrafos de primer orden de origen húngaro.
El más famoso de todos es Robert Capa, pero nosotros deberíamos recordar especialmente a Juan Gyenes. En nuestra memoria colectiva hay muchas fotos suyas, desde una de Francisco Franco que se usó en los sellos a la primera fotografía oficial de Juan Carlos I. Y muchas otras más, claro.
Otros fotógrafos húngaros excepcionales han sido Paul Almásy, Cornell Capa y Martin Munkácsi.
También uno de mis favoritos, Brassaï, nació en Brassó, en lo que entonces era Hungría, aunque esa localidad ahora pertenezca a Rumanía.
Algunas fotos de Kertész, aquí.

lunes, 14 de febrero de 2011

La momia y el faraón

La vida va a lo suyo, pero genera efectos y consecuencias inimaginables. También asociaciones de ideas y de imágenes.
Creo que cualquiera da por buena la idea de que uno de los empujones que echó a los egipcios a la calle para expulsar a Hosni Mubarak del palacio presidencial se dio en Túnez, donde las revueltas populares derrocaron al presidente Zine El Abidine Ben Ali. También, que la cerilla que prendió la mecha de estas revueltas tunecinas fue la misma que prendió el cuerpo rociado en gasolina de Mohamed Bouazizi.
Si hay un hilo que une ambas revueltas, surge entonces la metáfora.
Para ello hay que tener presente una de las fotos más desoladoras de las últimas semanas: aquélla en la que se ve al presidente tunecino visitando en el hospital al joven que se había quemado como única vía para escapar de la desesperación creada por el mal hacer del presidente. Juan José Millás ya comentó la foto en El País Semanal del 13 de febrero. En ella, el herido está completamente vendado y tiene la imagen de una momia.
Semanas después, el espíritu de la momia derrocó al faraón.

miércoles, 9 de febrero de 2011

Sadie Quarrier, de National Geographic Magazine

Sadie Quarrier. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Ayer, después de Dan Westergren (que habló el lunes), le tocó el turno a Sadie Quarrier de ofrecer una charla en la tienda de National Geographic en Madrid. Ambos han pasado por Madrid camino de La Palma para participar en Fotonature.

Sadie Quarrier es editora gráfica de National Geographic Magazine, además de formar parte del Comité de Exploraciones de la Sociedad. El tema de la charla era “Cómo crear un reportaje para National Geographic”. Con semejante título, la sala estaba a rebosar.

En la charla utilizó dos ejemplos: el reportaje sobre los agujeros azules de las Bahamas, de Wes C.Skiles (que lamentablemente murió días antes de que se publicara su reportaje en agosto de 2010) y la cueva más grande del mundo, en Vietnam, de Carsten Peter.

El tema de la charla era la fotografía, no el texto, de los que no se habló en ningún momento, ni de los agujeros azules de las Bahamas ni de la cueva de Vietnam.

Evidentemente, las fotos que enseñó eran espectaculares. Ambos reportajes son del tipo “esto sólo lo hacemos nosotros”, por el gran aparato técnico necesario para llevarlos a cabo. Impresionantes, por supuesto, tanto el montaje como las imágenes. Pero los reportajes fotográficos -ni siquiera en esta revista- no son todos de esa clase. Eché de menos un reportaje más sobrio en la realización, con ambiente de calle, de gente normal haciendo cosas, etc. Una muestra que nos diera pistas para temas que podamos hacer los demás, los que no somos de la élite y no podemos (ni probablemente queramos) usar toneladas de equipo para hacer una foto.

Como creo que nunca haré fotos en cuevas submarinas ni en cuevas no submarinas, pasé de detalles técnicos y me centré en obtener datos y pistas que sirvieran para todos.

Como es natural, lo que quieren es contar una historia. Para eso necesitan fotógrafos creativos, persistentes, trabajadores y talentosos.

Sadie trabaja en unos 20 temas cada año. Cada reportaje tarda (de media), desde que se plantea y se acepta, un año en terminarse.

Todos los fotógrafos (excepto uno) que trabajan para NatGeo son freelances.

Lo normal es que el fotógrafo pase varias semanas haciendo chorrocientas mil fotos en el destino, que vuelva a casa, que los editores seleccionen 40 fotos. Entonces se ve lo que falta, y el fotógrafo vuelve al lugar de la acción. Los fotógrafos sólo disparan en raw. Según Sadie en las fotos sólo se hacen ajustes menores de saturación, contraste, etc., y como mucho algún pequeño recorte. Nunca se quita ni se pone nada mediante Photoshop.

En el turno de preguntas se habló de los cambios que las nuevas tecnologías pueden traer a la revista. Ella prevé cambios drásticos en la prensa en los próximos cinco o diez años Nos dijo que ya tienen un equipo dedicado exclusivamente a la versión para iPad de la revista, y que probablemente National Geographic será la última revista del mundo que deje de publicarse en papel. Pero que, sea cual sea el soporte, lo importante es contar historias. Y para ellos la fotografía tendrá siempre un papel fundamental.

Ah. Se me olvidaba decir que pagan por semana de trabajo. Y que, de media, por un reportaje en National Geographic Magazine pueden pagar unos 35.000 $ (unos 25.500 €). El fotógrafo debe aportar su propio equipo.

Según Sadie Quarrier, ningún fotógrafo puede vivir exclusivamente de National Geographic.

martes, 8 de febrero de 2011

Dan Westergren, de National Geographic Traveler


Ayer fui a una charla que ofreció Dan Westergren en la nueva tienda de National Geographic en Gran Vía 74, en Madrid. Dan es fotógrafo y jefe de fotografía de National Geographic Traveler, pero ayer actuó solamente como fotógrafo, y concretamente en lo que a él le gusta: fotografiar en condiciones extremas (y frías). Para ello nos contó cómo se planteó dos reportajes: la ascensión al Kilimanjaro y el recorrido en esquíes del último grado (del 89 al 90) hasta llegar al Polo Norte.

Hizo un pase de fotos de ambos temas, algunas de ellas espectaculares.

La charla de Dan se movió en diferentes niveles, desde contar detalles personales a explicar conceptos técnicos de fotografía en condiciones extremas. Y también, algunas emociones que se sienten en esos momentos.

A Dan le gusta ir a sitios de acceso difícil, adonde no llega casi nadie más, y así saber que es el único que tiene una foto concreta.

Porque su objetivo es subir siempre un nivel más en la fotografía.

Para todo ello considera absolutamente necesario planear todo hasta el último detalle, y así conseguir estar en el sitio y en el momento adecuado.

Y Dan se recuerda continuamente a sí mismo que hay que hacer las fotos. Si no la haces, luego no la tienes. Éste es un concepto básico, tan básico que a veces se olvida.

Algunas veces se ha inspirado para las fotos en en películas o libros ilustrados que leyó de pequeño. No sólo en la obra de los grandes fotógrafos que estudias cuando eres adulto.

Una de las noches durante la ascensión al Kilimanjaro se dedicó a hacer fotos nocturnas de larga exposición. Ponía el trípode, se iba a dormir, ponía el despertador, a los 45 minutos se levantaba, salía otra vez del refugio, disparaba otra vez la cámara para otra larga exposición, se iba a dormir... Así toda la noche. Dan dice que hacía ese esfuerzo por una razón: porque National Geographic le paga por ello.

Vaya, pensé yo en ese momento. Conozco a muchos fotógrafos (había alguno en la sala en ese momento) que hacen esfuerzos semejantes pero por amor al arte.

viernes, 4 de febrero de 2011

Penang, Malaisia III: Un chinatown al revés

Sri Mariamman. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Tenemos la imagen general de que los barrios chinos, los chinatowns que existen fuera de China, son lugares en los que todo es chino, un reducto rodeado de otros habitantes, otras culturas, otros idiomas, otras realidades.

No siempre es así.

De hecho, abundan las excepciones. El caso de Georgetown, en Penang, es un ejemplo muy claro.

Lo único que responde a la imagen tópica es que estamos en un país, Malaisia, que tiene una cultura diferente a la china. Pero realmente la mayoría del Estado de Penang, de la isla de Penang, es china. Aquí no son una minoría enclaustrada en su barrio.

Y, por supuesto, no están solos.

Ya hablé de Jalan Masjid Kapitan, "la calle de la Armonía". Si la recorremos pasamos por:

-La iglesia de St. George, el templo anglicano más antiguo de la región que permanece casi intacto desde su construcción en 1817. Su pórtico de estilo dórico y sus inmensas columnas de mármol blanco le dan una prestancia insólita en el trópico.

-Muy cerca está Kuan Yin Teng, el templo chino de la diosa de la Merced, del que ya hablé ayer.

-Al otro lado de la calle, entre joyerías y cambistas, aparece la entrada de Sri Mariamman, el templo hindú más antiguo de Penang. Asomarse a su interior es entrar en mundo guardado por dioses y diosas esculpidos en una torre sobre la puerta. Dentro, los sacerdotes realizan sus ritos milenarios, y la imagen es completamente distinta de la que se ha podido presenciar en el pedazo de la vieja China que se extendía en los alrededores de Kuan Yin Teng. Sri Mariamman marca el inicio de un pequeño barrio hindú, que se abre por las estrechas callejuelas posteriores, y por donde adentrarse supone una inmersión en otro Penang diferente.

-Sorprendente, porque un poco más allá se alza la mezquita Kapitan Keling, construida en 1801, que es el centro de los musulmanes indios y jawi pekan, los descendientes de los matrimonios mixtos de musulmanes indios y malayos. Muy cerca se destaca un curioso alminar de estilo egipcio, que se encuentra en la mezquita de los musulmanes malayos. De ella se cuenta que la ventana redonda fue abierta por una bala de cañón durante los disturbios entre sociedades secretas de 1867.

La calle de la Armonía no guarda todas las religiones de la isla, y hay que alejarse un poco para encontrarse con el wat Chayamangkalaram, un templo famoso por su inmensa imagen reclinada de Buda de 33 metros de larga y por una extraña mezcla de motivos tailandeses, birmanos y chinos. Una fusión que alcanza a presentar una entrada defendida por nagas budistas y dragones chinos que protegen un interior que alberga tanto imágenes de Buda como deidades chinas.

Al final da la sensación de que es un chinatown al revés, una ciudad china llena de barrios de otras culturas, otros idiomas, otras realidades.

jueves, 3 de febrero de 2011

Penang, Malaisia, II: Como una ciudad china

Khoo Kongsi. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

En una época en que los barrios chinos tradicionales de Singapur y Hong Kong caen poco a poco a golpe de piqueta y ya casi se puede decir adiós a estos chinatowns que reflejaban casi mejor que en China las viejas costumbres milenarias, Georgetown aparece como en pequeño reducto que se resiste a morir. Cada vez es más difícil encontrarse en Singapur con esos fastuosos funerales en los que se honraba a los difuntos con coches y otras ofrendas de papel, o a los viejos calígrafos chinos, que mantenían vivo su arte centenario como uno de los lazos con el pasado. Pero en Penang perviven los viejos modos, las indumentarias tradicionales, los orfebres, los restaurantes, los comercios y las farmacias donde se destilan todavía las antiguas fórmulas magistrales a base de raíces, polvos resecos y partes de animales. La arquitectura peranakan subsiste casi intacta en calles por las que parece no haber pasado el último siglo.

Penang es el único estado malayo dominado por los chinos, lo que le da un carácter abierto y ciertamente tolerante. Dónde, sino, puede encontrarse una calle como Jalan Masjid Kapitan Keling donde se atestigua mejor que en ningún otro sitio la libertad religiosa y la convivencia de culturas de la isla. Conocida por muchos como "la calle de la Armonía", debe ser una de los pocos lugares del mundo donde se encuentren juntos una mezquita, un templo hindú, un templo chino y una iglesia cristiana.

Allí está Kuan Yin Teng, el templo chino de la diosa de la Merced, que se construyó en 1800 por los primeros inmigrantes chinos y que todavía conserva los cuatro dragones guardianes sobre el tejado rojo y los dos leones de piedra policromada en el patio frontal. Todos los días hay un continuo discurrir de gentes que vienen a orar, elevar sus ofrendas y quemar sus pebetes, o para asistir a las ocasionales sesiones de ópera china o de marionetas. En los alrededores se concentran los vendedores de incienso y de flores, pero también los adivinos, los quirománticos y los charlatanes que ofrecen sus pócimas curalotodo ante el asombro de los transeúntes, que observan a personas caer en trance o a las cobras salir de los cestos colocados en el suelo mientras suenan la flauta antes de ofrecer su producto milagroso.

La gran joya arquitectónica de la isla, Khoo Kongsi, permanece escondida entre algunos de los más estrechos callejones de la ciudad. Esta casa ceremonial del clan de los descendientes de Khoo es un extraordinario surtidor de esculturas, letreros y altorrelieves que representan dragones, espíritus guardianes, tabletas conmemorativas y altares a las deidades tutelares. No es realmente un templo, sino el centro de un kongsi, una organización clánica, una especie de sociedad benevolente que ayuda económica y espiritualmente a todas las personas de un mismo apellido. Así se mezcla el culto a los antepasados con el concepto confuciano de la ayuda mutua.

Aparte de la arquitectura religiosa, Penang guarda celosamente una extraordinaria riqueza en las magníficas mansiones coloniales chinas construidas a principio del siglo pasado, durante el período de auge del caucho y el estaño. El tiempo no ha pasado en vano para muchas de ellas, y muestran el melancólico decaimiento de las imponentes construcciones abandonadas al trópico, pero otras siguen en perfecto estado, mantenidas por las familias que mantienen vivas sus costumbres ancestrales, y el espíritu de convivencia entre distintas culturas. Los viejos lazos perviven en las estrechas callejuelas de Georgetownn como un homenaje al pasado y como la mejor forma de enfrentarse al futuro.

miércoles, 2 de febrero de 2011

Penang, Malaisia, I


La historia de la colonización de Penang por los europeos empieza con una escena que parece sacada de una película de aventuras de Hollywood. Aquí tenemos a Sir Francis Light, navegante y aventurero inglés que, después de negociar con el sultán de Kedah el protectorado británico de la isla, entonces cubierta de selva y prácticamente despoblada, decidió atraer a cientos de trabajadores por un medio tan expeditivo como asombroso. Cuenta la leyenda que llenó los cañones de su barco con monedas de oro y plata y apuntó a la selva. Los disparos las esparcieron en la zona en la que quería instalarse. Cualquiera podría buscarlas: el que las encontrara se quedaría con ellas.

Como es fácil de imaginar, los malayos locales y los indios recién llegados limpiaron rápidamente a golpe de machete un pedazo de selva de Pilau Pinang, "la Isla de la Nuez de Betel", como era conocida entonces. Allí, en lo que ahora es Fort Cornwallis, se fundó Georgetown, cuyo nombre honraba al rey inglés del momento, y se estableció un protectorado que duraría "mientras el sol y la luna permanezcan en el cielo".

Para entonces, Penang ya tenía una oscura historia como escondrijo de los piratas malayos que merodeaban por las aguas del estrecho de Malacca. Por aquí, entre Sumatra y la península malaya transitaban todos los barcos repletos de valiosísimos cargamentos que emprendían el viaje a Europa desde las cercanas islas de las Especias. Con los ingleses se establecieron también mercaderes de China, India e Indonesia atraídos por este puerto floreciente que controlaba las rutas comerciales de la zona.

Desde entonces, Penang es un pequeño microcosmos, una diminuta Asia donde perviven costumbres que ya han desaparecido en muchos otros lugares del continente. Hoy en día, junto a usuarios de teléfonos móviles y ordenadores portátiles, no es difícil encontrarse con personajes que parecen sacados directamente de un libro de Joseph Conrad o Rudyard Kipling. Y cualquiera podría imaginarse todavía a Somerset Maugham saltar a puerto desde la cubierta de un bergantín o tomando un cóctel en el bar del Eastern and Oriental Hotel bajo las aspas de un ventilador colgado del techo.

En las calles de Georgetown se mezclan todas las razas, todas las lenguas y todas las religiones, y forman uno de los ambientes más cosmopolitas y asombrosos de todo el mundo. Los chinos han aportado la seda, el té y la porcelana y los indonesios las especias que conquistaron el gusto de todo el mundo. Los indios trajeron el opio y el algodón, los árabes el islam y los perfumes, y los europeos la ciencia occidental. Todo ello da como resultado una sociedad de múltiples facetas, inabarcable en sus ritos y costumbres, que se convierte en el más fabuloso espectáculo humano que quepa imaginar.