viernes, 27 de abril de 2012

Pedro Páramo ya no vive aquí, de Paco Nadal




 Preparo un viaje a México así que, para ambientarme, busco cosas interesantes para leer sobre este país.
Y así llego a Pedro Páramo ya no vive aquí, de Paco Nadal. El libro fue Premio Eurostars Hotels de literatura de viajes 2009 y tiene un prólogo de Ángeles Mastretta. Y el subtítulo es bastante descriptivo: Historias sorprendentes de un viaje por México. Descriptivo y acertado.
Y aquí estoy, en casa siguiendo las peripecias de Paco Nadal por las cuatro esquinas del inmenso país, viajando en autobús y en metro, caminando por calles empedradas, tomando taxis o incluso montando a caballo por las serranías.
Pedro Páramo ya no vive aquí es una crónica intensa y apasionada creada a través de (creo) varios viajes pero estructurado como si fuera uno solo. El conjunto es una especie de caleidoscopio en el que se muestran algunas de las muchas facetas de México. Una visión personal y diferente de este país.
Hay historias de todo tipo, y al leer estas páginas lo mismo trepamos por los precipicios de las barrancas del Cobre que buscamos la huella de Pedro Páramo en Comala o perseguimos a Pancho Villa por Chihuahua. Llega un momento en que parece que te subes con Paco a un coche en Real de Catorce con otros viajeros para partir hacia Wadley o que aprendes a distinguir los momentos del día por los sonidos y olores que entran a través de la ventana de su habitación en el D.F.
En este viaje acompañamos a Paco y a una cohorte de personajes de todo tipo, desde algunos más o menos famosos como Juan RulfoCarl Lumholtz o Brad Trip (digo Pitt, Brad Pitt) hasta otros desconocidos como el pobre John —al que vemos “tirado en el suelo, rebozado de polvo y de sus propios vómitos. Pero dice que es feliz y que en esos momentos viaja por el espacio”— o Dieguito, siempre dispuesto a luchar contra los malos.
Las historias de este libro son, como ya he dicho, en general sorprendentes, pero el nivel de delirio es variado. Hay algunas memorables, como la incursión nocturna en el desierto con un cargamento de batido de plátano y peyote o el viaje en autobús a la guerra de Chiapas con su mujer —una santa, sin duda— durante su luna de miel.
Hay otra historia en la que el autor se interna por algunos parajes aislados de las barrancas del Cobre y, eventualmente, le baja dos veces los pantalones al guía. No desvelaré las razones que le llevaron a hacer tal cosa. El que quiera averiguarlo tendrá que leer Pedro Páramo ya no vive aquí.

lunes, 16 de abril de 2012

A mí me gustan los elefantes

Me encantan los elefantes. Y a quién no. Bueno, creo que no es un buen comienzo. Empiezo de nuevo.

Foto: Ángel M. Bermejo (c)
 Me encantan los elefantes.

Me gusta su piel áspera y gruesa.

Me gustan sus ojos pequeños que transmiten miradas de inteligencia.

Me gusta su trompa: el instrumento más hábil y delicado del mundo.

Me gusta ver las manadas familiares caminando por la sabana.

Me gusta que ningún animal ataque a sus bebes porque todos saben que la manada entera destrozará al atacante.

Me gusta que digan de ellos que tienen una memoria excelente. Que digan que son inteligentes.

Foto: Ángel M. Bermejo (c)
 He vivido pocos momentos de plenitud en la naturaleza comparables a observar elefantes en libertad.

Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Nada comparable a ver una manada a sus anchas en Amboseli con el Kilimanjaro de fondo.

Nada comparable a caminar a poca distancia de un grupo de elefantes en Mole.

Nada comparable a volar en avioneta sobre las planicies de Marromeu y pasar sobre un grupo de elefantes.

Nada comparable a que el conductor detenga el camión en Serengeti para ceder el paso a una familia de elefantes.

Nada comparable a seguir con los prismáticos una escena de caza en Maasai Mara—tres leonas al acecho de un facóquero— que se arruina ante el paso majestuoso de una familia de elefantes. Las leonas, calladas.

Nada comparable a oír cómo arrancan la hierba dos elefantes para comer en Periyar.

Nada comparable a la fuerza que muestra un elefante que te enfrenta en Tsavo.

Foto: Ángel M. Bermejo (c)
 Pocas experiencias tan extrañas como acercarte a un elefante domesticado.

Foto: Ángel M. Bermejo (c)
 Como dar una moneda a un elefante en un templo de Kanchipuram, ver que la recoge con la trompa y a continuación sentir que te “bendice” con un suave roce en la frente.

Como recorrer el bosque y cruzar ríos a lomos de un elefante en el Triángulo del Oro.

Como visitar un “orfanato” de elefantes en Pinnewala.

Como presenciar de madrugada la gran procesión de 61 elefantes en el pooram de Arattupuzha.

Como ver en una calle de Thrissur a un  elefante de grandes colmillos que merendaba una pequeña montaña de hojas de palmera.

Como casi chocar en un auto-rickshaw con un elefante que hace una maniobra inesperada en una calle de Kottayam.

Como ver un elefante caminar por Phnom Penh.

Foto: Ángel M. Bermejo (c)
 Me emociona el papel que juega en la representación de la sabiduría y de la fuerza en muchas culturas del mundo.

Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Me emociona descubrir constantemente a Ganesha —el dios con cabeza de elefante— en casi todos los rincones de la India.

Me emociona encontrarlo de repente en los relieves de Angkor, de Mahabalipuram, de Borobudur.

Me emociona encontrarlo en los mosaicos de Constantinopla.

Me emociona encontrarlo en los frescos de Ettumanur y de Mattanchery.

Me emociona encontrarlo representando el poder imperial en el trono del palacio de Poznan.

Me emociona encontrarlo en los monumentos de Roma.

Me emociona encontrarlo en los altares de Elmina.

Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Me espanta que a ciertas personas les guste pegarle un tiro desde lejos a un elefante. ¿Es lo peor? No, mucho peor es que a continuación se hagan una foto junto al cadáver, todavía caliente, mostrando un orgullo vano.

A los que hacen eso, me gustaría enviarles esta otra foto:

Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Es la representación del infierno en un templo budista de Mongolia. Y a los que tienen poca memoria les recordaré lo que he dicho al principio: los elefantes tienen una memoria excelente.

miércoles, 11 de abril de 2012

Parque Nacional de los Arcos / Arches National Park, Utah, EEUU y 2




P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Es increíble. En estas tierras altas de la meseta del Colorado llueve muy poco, el viento sopla con fuerza y alternan los tórridos veranos con los fríos inviernos. Pero el desierto es un verdadero jardín, y los cactus florecen cuando la primavera atraviesa las montañas. Las rocas se cubren de líquenes amarillos y naranjas, como si fueran una piel vistosa. Donde hay algún arroyo brotan sauces, fresnos y álamos, y en zonas más secas los pinos enanos se cubren con una corteza resinosa para impedir la más mínima evaporación. Hay plantas que parecen pequeñas, pero sus raíces se hunden muchos metros en busca de la humedad de un cauce subterráneo. Los troncos resecos y retorcidos de los árboles muertos parecen competir en eternidad con los pedregales. Por aquí merodean todavía el zorro y el coyote, tan esquivos que sólo dejan ver sus huellas grabadas en la arena. En ocasiones, el halcón peregrino y el águila dorada sobrevuelan el paisaje de roca y viento...

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Este mundo duro y hermoso ha atraído desde siempre a cazadores y recolectores, que hace un milenio grabaron petroglifos y pinturas en los abrigos rocosos, recuerdos de un tiempo olvidado. Por esta zona discurrió, en el siglo XVIII, la última gran expedición de exploradores españoles en Norteamérica, que la habían considerado inhóspita e intransitable. Una verdadera terra incognita. A finales del siglo XIX se instalaron en lo que ahora es el parque unos pocos rancheros solitarios seducidos por la llamada del silencio. Todavía se conserva una cabaña junto a Salt Wash, el único resto de su presencia fugaz en un paisaje esculpido durante millones de años. Casi nadie ha vivido en medio de esta belleza.

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
En Arches hay formaciones que llevan al extremo la noción del equilibrio. Como Balanced Rock, una masa oblonga de piedra que parece descansar, descentrada, sobre un pedestal de arenisca. Pero sobre todo están los arcos. Como los que se agrupan en Devils Garden, al final de una barranca estrecha por la que discurre una vereda encajada en los pedregales. 

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Double O Arch tiene dos ventanas abiertas en la piedra, una encima de la otra. Muy cerca asoma Landscape Arch, una locura de 93 metros de largo y sólo 5 de grueso. Es un trazo limpio dibujado en el cielo que desafía la ley de la gravedad y de los sentidos.

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
El favorito de casi todos es Delicate Arch, un arco solitario asomado a un precipicio. Para llegar a él hay que caminar por un sendero entre las rocas, una cuesta que no se hace pesada cuando uno intuye lo que le aguarda. En equilibro junto al abismo, de formas delicadas —el hielo y la roca son capaces de generar elegancia— y, como todos los demás, en continua evolución. Nadie sabe cuánto tiempo lleva en pie ni cuánto permanecerá antes de derrumbarse, con su forma de media luna jugando con su gemela del cielo. Tal vez un milenio, tal vez un día. Esta nimiedad en términos geológicos añade grandeza a los paisajes, que siempre hemos imaginado eternos. Tenemos la suerte de contemplar la belleza tallada gota a gota en la roca. 

lunes, 9 de abril de 2012

Parque Nacional de los Arcos / Arches National Park, Utah, EEUU

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Es el final de la tarde y parece que las rocas arden. Cuando el Sol poniente las acaricia se vuelven anaranjadas bajo el cielo sin nubes del desierto, y es el momento de sentarse a contemplar cómo lanzan el último destello antes de que anochezca. La Luna creciente baila rodeada por un anillo de piedra, pero no es un sueño. Y cuando la noche se traga los colores, la soledad y el silencio se adueñan de esta fantasía mineral. Sobre el horizonte apenas se distingue el brillo de la nieve en las crestas de las montañas lejanas, y las estrellas titilan sobre los arcos que son como ventanas abiertas en las rocas.

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Hay algo de irreal en esta esquina de Utah. Algunos lo definen como un paisaje místico, como de otro mundo, aunque tal vez sólo sea lo improbable que se mece en la frontera entre las formaciones geológicas y la magia, donde las fuerzas de la erosión han creado formas que nadie se hubiera atrevido a imaginar. Pero es la realidad en el parque nacional de Arches.

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
En esta zona del suroeste de Estados Unidos abundan los lugares especiales, y más de una veintena están protegidos. Monument Valley,  Grand Canyon, Bryce Canyon y tantas maravillas de la naturaleza se encuentran a poca distancia, y crean un rosario inacabable de paisajes únicos. Pero en Arches se concentra la mayor cantidad de formaciones rocosas insólitas de Estados Unidos. Puede que de todo el mundo.

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Por uno de sus extremos corre el río Colorado antes de enfrentarse a la tarea de escribir el libro de la historia sobre la piel de la Tierra. Pero en Arches el agua, el frío y el viento —con su aliado el tiempo— han tallado un museo de esculturas gigantes que desafían la ley de la gravedad.

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Según los cálculos más conservadores hay más de 2.000 arcos de piedra naturales en este parque. Los geólogos distinguen entre puentes y arcos. Los primeros han sido modelados por la fuerza del agua, que lame la roca hasta excavar un túnel a través de ella. Los arcos han sido tallados por un proceso diferente, cuando el agua se cuela entre los intersticios de la piedra y —además de disolver el calcio que mantiene unidas las partículas de arenisca—, al congelarse con las heladas nocturnas, actúa como una cuña que desgarra los bloques. Es una explicación científica para un paisaje de leyenda. Y para que la formación sea considerada un arco auténtico debe dejar pasar la luz por la abertura y tener al menos un metro de ancho.

P.N.Arches, Utah, EEUU. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Aunque resulte extraño, este mundo de fantasía alberga todavía muchas sorpresas. Hace unos 20 años se descubrió un arco desconocido de 13 metros de longitud. Por eso es tan emocionante caminar por estos senderos en busca de Sand Dune Arch, de Double O Arch, o de Landscape Arch. Todos nos ayudan a recuperar esa cualidad de aceptar lo maravilloso, que se domina con naturalidad en la infancia y que se va perdiendo con los años. Algo de eso es necesario para vagabundear entre torreones y cúpulas, entre corredores, entre paredes de roca perforados por ventanas gigantescas, entre dunas petrificadas.

(continuará...)

miércoles, 4 de abril de 2012

Barcos, su historia a través del arte y la fotografía




 Tengo un rato libre, así que abro Barcos, su historia a través del arte y la fotografía (Geoplaneta) y me pongo a seguir las peripecias del Essex, un barco ballenero. Y me quedo a cuadros con la historia de sufrimiento y canibalismo que padecieron los marinos que sobrevivieron al ataque de un cachalote, en 1820, que lo hizo pedazos. Resulta que Melville se inspiró en esta historia para escribir Moby Dick.
Bueno, tengo unos minutos más, así que me enfrasco en la historia del Halve Maen, el barco con el que Henry Hudson partió en busca del Paso del Noroeste, al servicio de la Compañía Neerlandesa de las Indias Orientales. Iba costeando la costa de Norteamérica y en un momento se adentró en un río, al que bautizó con su nombre; en algún momento pasó junto a la isla de Manna-hatta, donde años después se fundó Nueva Amsterdam, más tarde conocida como Nueva York.
Un minuto más, y me entero de lo que significa la expresión marinera “clavar los colores al palo” al leer la historia del San Ildefonso, que fue capturado en la batalla de Trafalgar por el HMS Defence.
Así todos los días. Un ratito, una historia marinera. Es lo bueno de Barcos, su historia a través del arte y la fotografía,  que te cuenta una historia en cada página, y además la ilustra con una pintura o una foto.
Un día leí la historia del Hecla, el primer barco que sobrevivió un invierno atrapado en los hielos del Ártico, con William Parry a bordo. Y otro, la del Surprise, en el que Carlos II huyó de Inglaterra en 1651, razón por la que le cambiaron el nombre y se llamó luego Royal Escape. Y qué pena la del Amphirite, un barco presidio que en 1833 naufragó frente a la costa de Boulogne.
Por las páginas de Barcos navegan con la misma naturalidad el Pequod y el Fram, y Jasón —a bordo del Argos— saluda a Elcano que le responde desde la cubierta de la Victoria mientras John Franklin —¿en el Erebus o el Terror?— los observa desde la lejanía.
Barcos es un libro de los de toda la vida, no un dispositivo multimedia, pero cada vez que lo abro tengo la sensación de que me salpican las olas, que diviso los acantilados de la Antártida, que acompaño a los peregrinos de Mayflower o remonto el Misisipi en el Delta Queen. Y lo mismo asisto al motín del Batavia como al hundimiento del Vasa. Un libro para leer fumando en pipa.
Me empiezo a preocupar. Este libro me absorbe tanto que ahora, cuando conduzco, ya no meto quinta sino que largo la vela mayor. Y el otro día me preguntaron por una calle y respondí:
—Todo a estribor.
Tengo un minuto más. Voy a leer la historia del Titanic, a ver si confirman mi teoría de que el capitán Nemo, a bordo del Nautilus... 

lunes, 2 de abril de 2012

Mompox, Colombia: crónica de una ciudad olvidada, 2

Mompox, Colombia. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Sin embargo, a finales del siglo XIX todo cambió en Mompox. Llegó el día en que el tráfico de barcos se desvió hacia el otro brazo del río Magdalena. De repente, no más riquezas, no más trasiego de mercancías entre la capital y la costa, no más visitas de comerciantes ni aventureros. No se construyeron más mansiones ni más iglesias.
Mompox quedó congelada bajo el sol y los vapores de esta tierra caliente, y hoy las calles siguen prácticamente intactas desde entonces.

Mompox, Colombia. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Se dice que cuando se rodó aquí Crónica de una muerte anunciada —la película basada en la novela de Gabriel García Márquez— apenas hubo que cambiar nada en la fisonomía de la ciudad. Y lo que hace más de un siglo fue considerado un desastre y supuso la ruina de muchas familias ha servido para preservar un patrimonio arquitectónico y cultural, lejos de las influencias exteriores. La Unesco lo ha reconocido así y le ha dado a Mompox el título de Ciudad Patrimonio de la Humanidad.

Mompox, Colombia. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
En Mompox la vida sigue un curso lento, comparable al del Magdalena. En los mercados se compra y se vende, se comentan las noticias y se ve pasar la vida. En los talleres de orfebrería se trabaja de forma excelente la filigrana de oro, y sus artesanos quizá fueran la inspiración de los que fabricaban peces de oro en Macondo. Del fondo de algún patio tal vez lleguen los acordes de un piano, un recuerdo de una vieja tradición momposina. Lamentablemente, el jardín botánico parece entregado al olvido.

Mompox, Colombia. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
Cuando se acaba la tarde los vecinos sacan sus mecedoras a la puerta de la casa y ven cómo llega la noche, que cae con suavidad, como la caricia de una mano extendida. Si es día de fin de semana o de fiesta, no faltará la música papayera ni el vallenato, que alegrarán la velada.
Y siempre habrá que asomarse al Magdalena. Cuando lo hacía, yo escudriñaba sus aguas por si veía pasar algún barco antiguo con una bandera amarilla que declarara que se había declarado el cólera a bordo, aunque en realidad fuera para que los amantes Fermina Daza y Florentino Ariza pudieran navegar el río y vivir su amor sin molestias.

Mompox, Colombia. Foto: Ángel M. Bermejo (c)
El Nueva Fidelidad, el barco de El amor en los tiempos del cólera, no apareció nunca, así que me contenté con recordar la historia de la novela. Y una noche oí una música que tronaba desde un transistor y surgía desde una ventana abierta: era La diosa coronada, uno de los vallenatos más hermosos. Y de repente entendí el epígrafe con el que GGM inicia esa novela: “En adelanto van esos lugares, ya tienen su diosa coronada”. Así que me apoyé contra una pared y sentí que era la música la que navegaba lentamente sobre las aguas del Magdalena, con una bandera amarilla, para impedir que nadie la detuviera en su viaje.

P.D. Inicié la serie de estas cuatro últimas entradas del blog con motivo del 85 aniversario del nacimiento de Gabriel García Márquez. Sin embargo, esta última entrada está especialmente dedicada a don Ernesto Luciano Dovale Patino, un caballero momposino a quien conocí fugazmente durante mi estancia en Mompox, y cuya imagen aparece en la entrada anterior. Ahora, tiempo después, gracias a los milagros de la red, escribir sobre esta ciudad me ha permitido contactar con sus parientes. El viaje cierra un círculo.