lunes, 1 de agosto de 2011

Ladakh, por los alrededores de Leh

Buda en el palacio de Shey. Ladakh. Foto: Ángel M. Bermejo (c)


Un día emprendí una ruta que me llevó a remontar el Indo, y así llegué al palacio de Shey, que durante un tiempo fue la residencia de los reyes de Ladakh, antes de que se trasladaran a Leh. Allí encontré el buda de bronce más grande de todo el reino. Un poco más allá, subí hasta el gompa de Stakna, que corona un montículo desde el que se domina el perfectamente el curso del Indo. Luego crucé el río y me adentré en un valle lateral en busca del monasterio de Hemis, tal vez el más importante de Ladakh.
Cuando me acercaba encontré una inmensa pared de mani. Las mani son unas piedras planas en las que aparecen grabadas oraciones y que, amontonadas, forman una especie de anchos muros que suelen estar situados cerca de las aldeas y los monasterios. El peregrino siempre debe tenerlas a su derecha cuando pasa junto a ellas. En Hemis me perdí por sus estancias y al azar de mi paseo encontré su biblioteca, donde dos monjes ponían orden entre cientos de libros impresos sobre hojas hechas con pasta de corteza de árboles y que se guardan entre tapas de madera envueltos en brocados de seda. Eran los guardianes de la sabiduría.

Skatna. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Otra mañana muy temprano me acerqué al monasterio de Tikse, que desde lejos parece una copia del Potala de Lhasa, para asistir a la puya, un acto litúrgico en el que decenas de monjes se reúnen para entonar cánticos y oraciones. En la oscuridad del amanecer había una extraña atmósfera de concentración que contrastaba con la actitud de los novicios. Algunos eran niños pequeños, para los que la puya no podía ser algo muy distinto de un juego. Además iban de aquí para allá sirviendo gur gur,  té sazonado con mantequilla de yak y sal que ofrecían tanto a los monjes que estaban inmersos en sus cantinelas como a los visitantes que, desde un rincón, seguíamos la ceremonia, deslumbrados por las pinturas que adornaban las paredes, por el sonido del gong, por la melopea de las oraciones. El gusto fuerte, extraño, grasiento del gur gur para mí será siempre el sabor de Ladakh.

Ladakh. Foto: Ángel M. Bermejo (c)

Otro día, desde Leh emprendí la ruta del Indo aguas abajo. Pasé junto a la confluencia del Zanskar con el Indo, el choque de dos colosos de aguas de diferente color que durante un trecho corren paralelos sin mezclarse del todo. En el monasterio de Alchi, tan escondido que no sufrió los saqueos de los conquistadores del valle, descubrí el mayor tesoro de pinturas murales de Ladakh. Es un prodigio de arte y espiritualidad que permaneció prácticamente desconocido hasta hace muy pocas décadas. En Basgo, sin embargo, encontré las ruinas de un complejo monástico destruido por la guerra, el abandono y el tiempo. En todos estos lugares era recibido por los monjes con un sonoro "¡yulé!", el saludo de bienvenida en estos valles de piedra áspera pero corazón amable. En todos hacía girar los cilindros que flanquean los caminos y son como campanas que dejan flotando en el aire un tintineo dulce y persistente.

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